Hace mucho tiempo atrás,
existía un rey que vivía
dentro de un castillo
maravilloso, donde tenía
todo lo que necesitaba.
Esclavos lo cercaban,
atendiéndole a los más
pequeños deseos. Sus
trajes eran lujosos,
usaba los mejores
perfumes y su mesa era
abundante.
Para alegrar sus días,
los músicos tocaban
lindas melodías,
mientras jóvenes y
bellas esclavas bailaban
para él.
A pesar de tener todo,
ese rey no era feliz.
Un día, decidió salir
del castillo para
conocer el reino.
Vistió el traje simple
de los esclavos y salió,
sin que nadie lo notara,
por el gran portón del
palacio.
Anduvo bastante por la
ciudad recorriendo todos
los lugares. Vio cada
súbdito trabajando en
sus múltiples
actividades: había
comerciantes, herreros,
carroceros, panaderos,
campesinos.
Observó sus casas, muy
pobres, donde niños
flacos, sucios y mal
vestidos, jugueteaban en
las calles en medio de
la suciedad.
Incomodado con el mal
olor, el soberano deseó
salir de la ciudad y
conocer el campo, donde
ciertamente el aire
sería más puro. Anduvo
bastante y, sintiéndose
cansado, buscó un lugar
para descansar.
Notó a un niño sentado a
la sombra de un gran
árbol y decidió
aprovechar la
oportunidad para saber
lo que el pueblo pensaba
del rey.
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Se aproximó y preguntó:
— Joven, ¿de quién son
estas tierras que están
siendo cultivadas? El
jovenzuelo respondió,
sin titubear:
— Del rey, mi señor.
Entonces, orgulloso, el
rey llenó el pecho y
exclamó:
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—
¡Ah!... ¡Con
seguridad un rey tan
bueno, que permite que
sus súbditos trabajen la
tierra para él, debe ser
muy amado por su
pueblo!... |
—
El niño dio una
carcajada, y respondió:
— ¿Bueno?... Los
súbditos son obligados a
trabajar para el rey y
nada reciben por el
servicio, quedando sólo
con los granos que caen
en el suelo y que ellos
recogen, y que son
insuficientes para
mantener la familia.
Pasan hambre y
privaciones.
— Pero, yo pensé...
— Nuestro rey es
detestado por todos.
Vive en el palacio,
donde tiene que todo, y
no se preocupa con el
bienestar de su pueblo.
Sorprendido, el rey
palideció y carraspeó:
— ¿Pero los asesores del
rey no ayudan a las
personas?
El chico rió nuevamente,
explicando:
— Los asesores del rey
se ayudan a ellos
mismos. Son deshonestos
y buscan sólo los
propios intereses. Por
eso, una parte de la
cosecha va para el rey,
y la otra parte, que
debería quedar
con los campesinos, va
para los bolsillos de
los operarios de nuestro
soberano, que ya ganan
un buen salario. ¡Y para
los campesinos, nada!
El rey estaba perplejo
con las noticias. Sin
embargo, conocedor de su
posición privilegiada,
se defendió:
— ¡Mi joven, si el rey
nació de familia real,
tiene derecho al poder
y a la riqueza por
Voluntad Divina, siendo
todos los súbditos
obligados a obedecerle!
El chico pensó un poco,
después consideró:
— No pienso así, señor.
¡Si Dios hizo con que
nuestro rey tuviera
poder y riqueza, es para
que ayude y socorra a
sus súbditos que nada
tienen! Finalmente, ¿no
somos todos nosotros
hijos de Dios? De lo
contrario, como él
recibió del Señor esas
condiciones de vida, el
rey también podrá perder
la oportunidad que le
fue concedida.
Al oír estas palabras de
la boca de un chico,
casi un niño, el
soberano quedó
pensativo. Avergonzado,
el rey se encogía.
Después, murmuró para
defenderse:
— ¡Pero ciertamente el
rey no sabe lo que están
haciendo en nombre de
él!...
— Porque nunca se
preocupó con el pueblo.
Se encierra dentro del
palacio y confía en
operarios que no
merecen.
El rey bajó la cabeza y
se encogió aún más. El
chico tenía razón.
— ¿Cómo es tu nombre?
— André, señor.
— Fue muy bueno hablar
contigo, André.
Después el rey se
levantó y se fue,
pensativo. Al día
siguiente, André estaba
en su casa cuando dos
guardias vinieron a
buscarlo de parte del
rey. El chico comenzó a
temblar, imaginando que
aquel desconocido del
día anterior lo había
denunciado al soberano
por haber dicho lo que
pensaba sobre el rey.
Al llegar al palacio,
trémulo y horrorizado,
fue conducido hasta la
sala del trono. Conforme
se aproximaba al trono
él reconoció, con
inmensa sorpresa, al
desconocido. Estaba
vestido lujosamente y en
la cabeza tenía una
bella corona, pero era
el hombre con quien
habló, ¡tenía la
seguridad!...
Se tiró en el suelo en
lágrimas,
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aguardando el
momento de ser
llevado para la
prisión. Sin
embargo el rey
se levantó con
una sonrisa y,
delante del
chico
horrorizado,
dijo: |
— André, tú me diste una
gran lección ayer. Me
consideraba superior a
todas las personas. Tú
me mostraste que estaba
equivocado y que
necesitaba cuidar más de
mi pueblo. A partir de
hoy, tú vas a ayudarme a
gobernar con sabiduría,
justicia, trabajo y
amor. Iremos junto al
pueblo, saber lo que las
personas piensan, desean
y cuáles son sus
necesidades. ¡Y, así,
todos tendrán una nueva
vida a partir de ahora!
El rey abrazó a André,
que lloraba de alegría
con la seguridad de que
una nueva realidad iría
a cambiar sus vidas.
— Necesité de un chico
para conocer la verdad
que nadie tuvo el coraje
de decirme — dijo en voz
alta, para que todas las
personas que allí
estaban escucharan su
decisión.
Y, delante de ministros,
asesores y súbditos
avergonzados, el
soberano proclamó:
— A partir de hoy, André
será el Consejero Real.
Agradecido por la
oportunidad de ayudar a
su pueblo, André elevó
el pensamiento a Dios,
cierto de que una nueva
era plena de trabajo y
de bendiciones iría a
comenzar para todo el
Reino.
Meimei
(Recibida por Célia X.
de Camargo, en
18/10/10.)
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