Mauricio estaba muy
molesto. Deseaba correr,
juguetear, subir en los
árboles, jugar con el
balón y no podía. Por la
ventana de la sala él
veía que el día estaba
soleado y que los niños
jugueteaban allá fuera.
Solamente él no podía
jugar.
Sentado en una silla de
ruedas, que la madre
había pedido prestada
para que él pudiera
moverse con más
facilidad, se sentía
irritado, nervioso. Miró
la pierna enteramente
enyesada y suspiró
impaciente.
La madre, que entraba en
ese instante, viendo la
expresión del niño,
preguntó:
— ¿Por qué estás así de
nervioso, hijo mío?
¿Estás con dolor?
El chico lanzó una
mirada para la madre,
como si ella no
entendiera nada, y
respondió:
— Por casualidad, mamá,
¿crees que es bueno
quedar preso en una
silla de ruedas, como
yo? ¡Ni puedo juguar con
los amigos!...
La madre con toda calma
se sentó en el sofá,
cerca del hijo, y dijo:
— Yo encuentro,
Mauricio, que tu
situación es mucho mejor
que la de un gran número
de personas, inclusive
niños, que son obligadas
a moverse en una silla
de ruedas por no tener
otra opción.
— ¡Pero yo voy a quedar
un mes entero andando en
esa silla horrorosa!...
— Como yo dije, hay
niños que quedan la vida
entera. Tú, hijo mío,
sólo te fracturaste la
pierna e inmediatamente
podrás volver a andar.
¡Agradece a Dios por
eso!
— ¿Yo? ¿Agradecer por
haberme roto la
pierna?...
Con serenidad la madre
respondió:
— ¡Sí! ¡Podría haber
sido mucho peor!...
Además de eso, piensa en
el motivo que te llevó a
herirte. Reflexiona
bastante y ve como Dios
es bueno..
El niño bajó la cabeza,
manteniéndose callado, y
la madre sugirió:
— Mauricio, vamos a
salir un poco de casa.
Va a hacerte bien.
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La madre empujó la silla
de ruedas hasta el patio
y, acomodándolo en la
sombra de un gran árbol,
dijo:
— Hijo mío, aprovecha el
momento y observa la
Naturaleza. Ve lo que tú
tienes que aprender de
ella. Ahora voy a
preparar el almuerzo.
La señora entró,
dejándolo solo en el
jardín.
Mauricio comenzó a mirar
las plantas, los
pájaros, la brisa fresca
que soplaba. Miró para
un árbol a su frente y
notó que el suelo estaba
|
cubierto de
hojas viejas,
pero la copa se
renovaba con
otros brotes que
estaban
naciendo. Vio
que los
pajaritos
aprovechaban sus
ramas para
construir los
nidos. Prestando
atención, él vio
más: que las
hormigas,
insectos y
pequeños
animales se
beneficiaban de
aquel árbol,
haciendo de el
su refugio. |
Él miró para el suelo y
vio que, en medio de las
flores que su madre
había plantado, otras
semillas, cayendo,
habían también brotado,
generando nuevas mudas y
mucho más flores.
Tras analizar todo a su
alrededor, Mauricio
lanzó la mirar sobre sí
mismo. Había aprendido
en la escuela que las
células del cuerpo se
renuevan, echando fuera
las células viejas y
generando otras nuevas,
en un trabajo de
reconstrucción
Entonces, reflexionando,
Mauricio entendió:
— Necesito tener la
paciencia de la
Naturaleza, que trabaja
sin cesar, mostrándose
siempre renovada. Yo
también tengo que tener
paciencia para recuperar
los huesos fracturados.
Y, al pensar en la
caída, Mauricio se
acordó del momento en
que había caído. Él
había quedado irritado
con Sara, la hermana más
pequeña, que había
cogido su bicicleta sin
pedir permiso. Al verla
llegar con su bicicleta
querida, Mauricio se
llenó de rabia. La
sangre le subió a la
cabeza y él no miro nada
más. Cogiendo un palo en
el suelo, avanzó para
hacia la niña, que
comenzó a gritar,
aterrada.
— ¡Socorro! ¡Mamá
acude!...
En ese exacto momento,
Mauricio tropezó en la
raíz de un árbol, y cayó
en el suelo.
Inmediatamente sintió un
dolor intenso y no
consiguió levantarse. Al
caer de mala forma, él
había fracturado dos
huesos: uno del pie y
otro de la pierna.
Delante de ese recuerdo
y de lo que podría haber
ocurrido, Mauricio
comenzó a llorar. Su
madre tenía razón. ¡Si
no hubiera caído, tal
vez hubiera causado un
daño mucho mayor a Sara!
Entonces, el chico
reconoció que Dios había
sido muy bueno con él,
impidiéndole cometer una
acción que ciertamente
iría a lamentar el resto
de la vida. Elevando el
pensamiento al Padre, él
hizo una plegaria
agradeciendo por haber
sido impedido de golpear
a la hermana.
En ese instante, la niña
llegó de la escuela y
fue hasta junto a él,
preguntando con su voz
infantil:
— ¡Hola, Mauricio! ¿Tú
estás mejor?
— ¡Mucho mejor, Sara!
Gracias por preguntar —
respondió sonriente. — A
propósito, quería
decirte que tú puedes
usar mi bicicleta, ¿eh?
El rostro de la niña se
iluminó:
— ¿De verdad? ¿Tú no vas
a pelear conmigo?...
— No. Pensando bien, voy
a hacer más aún. ¡Como
voy a estar un buen
tiempo enyesado, te la
doy de regalo a ti! En
verdad, ella es pequeña
para mí.
La niña quedó emocionada
y lo abrazó con cariño y
gratitud.
— ¡Gracias, Mauricio!
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La madre, que veía la
escena, se aproximó al
hijo y colocando la mano
en el hombro de él dijo
en voz baja: |
— Muy bonito lo que tú
hiciste, hijo mío.
Él cambió una mirada con
la madre y respondió con
los ojos húmedos:
— Tú tenías razón,
madre. Dios es muy bueno
y nos ayuda dando
siempre lo mejor.
Podemos hasta no
entender en la hora,
pero Él sabe lo que hace
y nos da lo que
necesitamos. ¡Y, con
eso, nos concede la
oportunidad de aprender
a controlar a cólera y
de ejercitar la
paciencia!...
En poco tiempo, Mauricio
estaba mucho mejor, ya
podía andar con muletas
e inmediatamente volvió
a la vida normal. Sin
embargo, nunca olvidó
aquella lección que le
serviría para el resto
de la vida.
Meimei
(Recibida por Célia X.
de Camargo, en
15/11/2010.)
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