Alberto no veía la hora
de salir de vacaciones.
Había sido aprobado en
la escuela y ahora iba
para el segundo grado.
¡Se sentía un hombre!
Con el final de las
aulas, vinieron las
fiestas, los regalos,
los dulces y los paseos.
Sin embargo, Alberto
quería así viajar para
la playa junto con los
padres y los dos
hermanos menores.
Así, cuando amaneció el
día y se pusieron en la
carretera, Alberto mal
podía creer.
Miraba por la ventana
del coche que corría
veloz, admirando los
paisajes, los animales,
los ríos.
Después, la llegada al
litoral y el olor del
mar, que Alberto aspiro
con entusiasmo.
Se instalaron en la casa
y Alberto corrió para la
playa. No podía perder
tiempo. Quería jugar.
Doña Laura, la madre,
preparó una comida y
fueron todos a la playa.
Alberto jugó bastante en
el agua y en la arena.
Cuando volvieron para la
sombrilla, una sorpresa:
la comida había
desaparecido.
Miraron para todos los
lados, sin embargo no
vieron a nadie. ¿Quién
habría robado? Aquella
playa era apartada de
movimiento y
prácticamente desierta.
Curioso es que en la
bolsa había dinero, la
máquina de foto, reloj y
otras cosas. Nada había
desaparecido. ¡Sólo la
comida!
Estaban todos con
hambre. La forma era
volver para la casa y
preparar otra comida.
Al día siguiente,
pronto, fueron a la
playa.
Nuevamente, el paquete
de bizcochos y las
frutas que la madre
había traído en una
bolsa desaparecieron.
Alberto estaba furioso.
Acusó a los hermanitos
de haberse comido todo,
sin embargo la madre lo
calmó:
— ¡Alberto, estuve todo
el tiempo al lado de tus
hermanos, hijo mío, y
ellos no llegaron ni
cerca de nuestra comida!
— ¿Entonces, quién fue?
– gritó él, sin
conformarse.
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— No sé, hijo mío. ¡Tal
vez alguien que pasó por
aquí! De cualquier modo,
ciertamente es alguien
que lo necesita más que
nosotros. |
Alberto estaba
obstinado.
“¡Nadie va a robar así
nuestra comida!”,
pensaba él.
Al día siguiente,
decidió observar. Fingió
que estaba jugando en el
agua, pero estuvo
atento, no perdiendo de
vista la sombrilla,
donde estaba la bolsa
con la comida.
Después de algún tiempo
vio a un niño
aproximarse, saliendo de
las matas. El niño
caminaba despreocupado
y, al llegar cerca del
lugar, se bajó con
rapidez, agarró la bolsa
de comida y desapareció
nuevamente en medio del
matorral.
¡Qué niño malo! Era
menor que él, flaquito,
pero muy ágil.
Alberto intentó correr
para alcanzarlo, pero
como estaba en el agua,
tuvo más dificultad.
Saliendo del mar, fue
rápido para alcanzar al
niño.
“¡Si yo cogiese a ese
niño voy a darle una
paliza!”, pensaba él,
con rabia.
Caminó por un camino en
medio de las piedras y
de las matas hasta que
vio una barraca cayendo
a pedazos.
Se aproximó y, como la
puerta estaba abierta,
entró.
La casa era la más pobre
que ya había visto. En
medio de la suciedad,
vio al niño que él
perseguía. Repartía los
sándwiches que su madre
había hecho con otros
tres niños menores,
sentados en el suelo
gastado.
Al verlo llegar, el niño
abrió los ojos, lleno de
miedo. Los niños, muy
delgados, estaban
inmundos y mostraban el
mismo miedo en la
mirada.
Notando la miseria de la
barraca, Alberto sintió
pena.
— ¿Son tus hermanos? –
pregunto al niño mayor.
Él movió la cabeza con
gesto afirmativo.
— Sí. Lamento haber
robado tu comida. Pero
ellos están con mucha
hambre y no teníamos
nada para comer –
explicó.
— ¿Y tus padres, dónde
están?
— No tengo padre, y mi
madre está muy enferma y
no puede trabajar.
¡Mira!
Levantó un paño que
separaba el cuarto de
dormir de la cocina y
enseñó una cama, donde
Alberto vio a una mujer
muy delgada y débil.
— ¿Qué tiene ella? –
preguntó.
— No sé. Está ardiendo
de fiebre y creo que se
va a morir si no tiene
atención médica. He
orado mucho a Dios
pidiendo que ayude a mí
madrecita… pero hasta
ahora…
— dijo moviendo la
cabeza, triste.
Alberto, ya sin rabia y
condolido de la
situación de la familia,
lo animó:
— Tú madre no va a
morir, no. Mi padre es
médico y cuidará de
ella. Quédate tranquilo.
Vuelvo ahora.
Corrió hasta la playa y,
encontrando al padre, le
explicó la situación.
Inmediatamente él fue
hasta la casa donde
estaban hospedados,
cogió su maletín y
acompañó al hijo hasta
la barraca.
Llegando allí, examinó a
la mujer con cuidado y
después dijo al niño
mayor:
— ¿Cómo te llamas?
— Toninho, doctor.
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— Bien, Toninho, tu
madre esta con neumonía
y necesita ser llevada
para el hospital. Voy a
cuidar de eso. ¿Y los
pequeños?
— Agradecido, doctor.
Puede llevarla, no se
preocupe.
Tomo cuidado de los
niños – habló
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con la firmeza
de un adulto. |
Alberto y Toninho se
hicieron amigos.
Laura, viendo la miseria
en que ellos vivían, se
apresuró a llevarle
comida, pan, leche, ropa
y todo lo demás que
pudiesen necesitar.
Algunos días después, la
enferma volvió para la
casa recuperada.
Conmovida, ella dijo:
— No sé cómo agradecer
el amparo que recibí de
ustedes y la asistencia
que dieron a mis hijos.
Disculpen los errores de
Toninho. Ya hablamos y
yo le expliqué que nunca
más debe robar. Si es
necesario, debe pedir,
pero no coger nada de
nadie. Y él prometió que
nunca más iba a hacer
eso. Agradecida de
corazón.
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— No nos agradezca. Si
no fuese por Alberto, no
los conoceríamos – dijo
Laura, mirando al hijo
con orgullo.
Toninho comentó
sonriente:
— Es verdad. Fue Dios
quien mandó a Alberto
como respuesta a mis
oraciones. Si él no
viniese detrás de mí por
causa de la comida que
robé, mí madre no habría
sido socorrida.
Alberto sonrió
satisfecho y completó:
— Ahora Toninho y yo
somos buenos amigos. Mi
padre siempre dice que
la casualidad no existe.
Todo tiene una razón de
ser. Creo que Dios obra
por caminos que no
conocemos…
Tia
Célia
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