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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 4 - N° 190 - 2 de Enero del 2011

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

Caminos de Dios

 

Alberto no veía la hora de salir de vacaciones.

Había sido aprobado en la escuela y ahora iba para el segundo grado. ¡Se sentía un hombre!

Con el final de las aulas, vinieron las fiestas, los regalos, los dulces y los paseos. Sin embargo, Alberto quería así viajar para la playa junto con los padres y los dos hermanos menores.   

Así, cuando amaneció el día y se pusieron en la carretera, Alberto mal podía creer.

Miraba por la ventana del coche que corría veloz, admirando los paisajes, los animales, los ríos.

Después, la llegada al litoral y el olor del mar, que Alberto aspiro con entusiasmo.

Se instalaron en la casa y Alberto corrió para la playa. No podía perder tiempo. Quería jugar.

Doña Laura, la madre, preparó una comida y fueron todos a la playa.

Alberto jugó bastante en el agua y en la arena. Cuando volvieron para la sombrilla, una sorpresa: la comida había desaparecido.

Miraron para todos los lados, sin embargo no vieron a nadie. ¿Quién habría robado? Aquella playa era apartada de movimiento y prácticamente desierta. Curioso es que en la bolsa había dinero, la máquina de foto, reloj y otras cosas. Nada había desaparecido. ¡Sólo la comida!

Estaban todos con hambre. La forma era volver para la casa y preparar otra comida.

Al día siguiente, pronto, fueron a la playa.

Nuevamente, el paquete de bizcochos y las frutas que la madre había traído en una bolsa desaparecieron.         

Alberto estaba furioso. Acusó a los hermanitos de haberse comido todo, sin embargo la madre lo calmó:

— ¡Alberto, estuve todo el tiempo al lado de tus hermanos, hijo mío, y ellos no llegaron ni cerca de nuestra comida!

— ¿Entonces, quién fue? – gritó él, sin conformarse.
 

— No sé, hijo mío. ¡Tal vez alguien que pasó por aquí! De cualquier modo, ciertamente es alguien que lo necesita más que nosotros.

Alberto estaba obstinado.

“¡Nadie va a robar así nuestra comida!”, pensaba él.

Al día siguiente, decidió observar. Fingió que estaba jugando en el agua, pero estuvo atento, no perdiendo de vista la sombrilla, donde estaba la bolsa con la comida.

Después de algún tiempo vio a un niño aproximarse, saliendo de las matas. El niño caminaba despreocupado y, al llegar cerca del lugar, se bajó con rapidez, agarró la bolsa de comida y desapareció nuevamente en medio del matorral.

¡Qué niño malo! Era menor que él, flaquito, pero muy ágil.

Alberto intentó correr para alcanzarlo, pero como estaba en el agua, tuvo más dificultad.

Saliendo del mar, fue rápido para alcanzar al niño.

“¡Si yo cogiese a ese niño voy a darle una paliza!”, pensaba él, con rabia.

Caminó por un camino en medio de las piedras y de las matas hasta que vio una barraca cayendo a pedazos.

Se aproximó y, como la puerta estaba abierta, entró.

La casa era la más pobre que ya había visto. En medio de la suciedad, vio al niño que él perseguía. Repartía los sándwiches que su madre había hecho con otros tres niños menores, sentados en el suelo gastado.

Al verlo llegar, el niño abrió los ojos, lleno de miedo. Los niños, muy delgados, estaban inmundos y mostraban el mismo miedo en la mirada.

Notando la miseria de la barraca, Alberto sintió pena.

— ¿Son tus hermanos? – pregunto al niño mayor.

Él movió la cabeza con gesto afirmativo.

— Sí. Lamento haber robado tu comida. Pero ellos están con mucha hambre y no teníamos nada para comer – explicó.

— ¿Y tus padres, dónde están?

— No tengo padre, y mi madre está muy enferma y no puede trabajar. ¡Mira!

Levantó un paño que separaba el cuarto de dormir de la cocina y enseñó una cama, donde Alberto vio a una mujer muy delgada y débil.

— ¿Qué tiene ella? – preguntó.

— No sé. Está ardiendo de fiebre y creo que se va a morir si no tiene atención médica. He orado mucho a Dios pidiendo que ayude a mí madrecita… pero hasta ahora…

— dijo moviendo la cabeza, triste.

Alberto, ya sin rabia y condolido de la situación de la familia, lo animó:

— Tú madre no va a morir, no. Mi padre es médico y cuidará de ella. Quédate tranquilo. Vuelvo ahora.

Corrió hasta la playa y, encontrando al padre, le explicó la situación. Inmediatamente él fue hasta la casa donde estaban hospedados, cogió su maletín y acompañó al hijo hasta la barraca. 

Llegando allí, examinó a la mujer con cuidado y después dijo al niño mayor:

— ¿Cómo te llamas?

— Toninho, doctor.

— Bien, Toninho, tu madre esta con neumonía y necesita ser llevada para el hospital. Voy a cuidar de eso. ¿Y los pequeños?

— Agradecido, doctor. Puede llevarla, no se preocupe. Tomo cuidado de los niños – habló

con la firmeza de un adulto.

Alberto y Toninho se hicieron amigos.

Laura, viendo la miseria en que ellos vivían, se apresuró a llevarle comida, pan, leche, ropa y todo lo demás que pudiesen necesitar.

Algunos días después, la enferma volvió para la casa recuperada. Conmovida, ella dijo:

— No sé cómo agradecer el amparo que recibí de ustedes y la asistencia que dieron a mis hijos. Disculpen los errores de Toninho. Ya hablamos y yo le expliqué que nunca más debe robar. Si es necesario, debe pedir, pero no coger nada de nadie. Y él prometió que nunca más iba a hacer eso. Agradecida de corazón.

— No nos agradezca. Si no fuese por Alberto, no los conoceríamos – dijo Laura, mirando al hijo con orgullo.

Toninho comentó sonriente:

— Es verdad. Fue Dios quien mandó a Alberto como respuesta a mis oraciones. Si él no viniese detrás de mí por causa de la comida que robé, mí madre no habría sido socorrida.

Alberto sonrió satisfecho y completó:

— Ahora Toninho y yo somos buenos amigos. Mi padre siempre dice que la casualidad no existe.

Todo tiene una razón de ser. Creo que Dios obra por caminos que no conocemos…         
 

                                                                          Tia Célia


                                                          
                          



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Revista Semanal de Divulgación Espirita