Ângela, de sólo seis
años, estaba bastante
preocupada con su abuela
Carlota, madre de su
madre, que vivía en una
ciudad litoral bien
distante de la suya.
Por casualidad había
oído un comentario de
los más viejos que la
abuela Carlota estaba
muy enferma y que el
médico estaba aprensivo
con el estado de salud
de ella. Tal vez
necesitaría hacer una
cirugía. Entonces,
afligida, ella preguntó
a su padre:
— Papá, ¿qué está
pasando con la abuela
Carlota? ¿Ella va a
morir?
— ¡No, hija mía, claro
que no! Además de eso,
tú ya aprendiste que
nadie muere, solamente
cambia de vida, ¿no es?
— dijo el padre,
tranquilizándola.
— Es verdad. ¿Pero ella
está muy mal? Sin querer
oí a vosotros
conversando y noté que
mamá está muy triste.
¡Me gusta mucho la
abuela y quiero saber lo
que tiene ella!
Rubens, notando la
inquietud de la niña, se
sentó en una silla, la
atrajo para sí,
abrazándola con cariño,
y le habló con
sinceridad:
— Mira, hijita, tú eres
una chica madura para tu
edad y creo que vas a
poder entender. La
verdad es que no sabemos
lo que tú abuela tiene.
El médico aún no llegó a
una conclusión sobre el
estado de salud de ella.
Hizo una pausa y,
delante de la expresión
de tristeza de la niña,
prosiguió:
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— Sin embargo, Jesús nos
enseña que, si
tuviéramos fe del tamaño
de un grano de mostaza,
conseguiremos todo lo
que deseamos. Y la
Doctrina Espírita nos
explica sobre la fuerza
del pensamiento. Así,
nada es imposible para
aquel que cree. Por eso,
ora y pide a Jesús que
ayude a tu abuela.
¿Entendiste?
— Entendí, papá. Voy a
orar todas las noches
pidiendo a Jesús que
cure a la abuela.
Y la pequeña Ângela, en
aquella noche, antes de
dormir, elevó su
pensamiento a Jesús
orando como nunca había
hecho antes. Se acordaba
de las lecciones que
había recibido en las
Aulas de Evangelización
en la Casa Espírita y
que hablaban del valor
del pensamiento
positivo. Hubo
aprendido, también que,
al dormir, el Espíritu
se desprende y va adonde
quiera. Entonces,
suplicó al Maestro que
le permitiera ver a la
abuela. Carlota; andaba
con mucha nostalgia y
deseaba enterarse de su
estado de salud.
Ângela se durmió y soñó.
Soñó que llegaba a la
casa de su abuela. La
bondadosa señora sonrió
y abrió los brazos para
recibir a la nietita.
— ¡Ângela! Que placer
verte, querida mía. ¡Entra!
Conversaron bastante.
Ângela mató la nostalgia
de la abuelita y de su
lindo patio, lleno de
mangos, jabuticabeiras y
naranjas. Caminaron bajo
los árboles con las
manos cogidas, mientras
la brisa balanceaba las
hojas verdecitas.
Acordándose de lo que la
trajo allí, Ângela
preguntó
— ¡Abuela, supe que tú
estás enferma y estamos
preocupados!
— No te aflijas, mi
nietita, estoy bien.
Hice nuevas pruebas y no
dio nada. Me quedé
tranquila. Voy hasta
acabar de hacer un
vestido que había
comenzado. ¿Quieres
verlo?
Curiosa, Ângela acompañó
a la abuela y realmente
vio, sobre la máquina de
costura, un bello
vestido casi listo.
— ¡Que lindo, abuela!
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— ¡Es para ti!
Pretendo llevarlo cuando
sea tu cumpleaños.
Quería hacerte una
sorpresa, pero ahora tú
ya lo sabes.
— No tiene importancia,
abuela. Me siento feliz
por saber que tú estás
buena. Mereció la pena
haber venido — dijo la
niña, abrazando a la
abuela contenta.
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La chica no vio nada
más. Despertó la mañana
siguiente alegre
y bien
dispuesta. Se
arregló para ir
a la escuela y,
cuando estaba
sentada tomando
su café con
leche, se acordó
del sueño. |
— ¡Mamá! ¡Esta noche
soñé con la abuela
Carlota!
Vilma intercambió con el
marido una mirada
preocupada.
— Y ella, ¿cómo está?
— ¡Está buena!
Conversamos bastante.
Ella me contó que se
hizo nuevas pruebas y no
dio nada de lo que el
médico esperaba.
— Pero, ¿cómo sabes tú
de esas cosas?
— ¿Pues no estoy
diciéndote que fui hasta
la casa de la abuela
Carlota?
El padre de Ângela le
aseguró que creía en
ella. La madre, sin
embargo, estaba
perpleja. La niña
continuó:
— Y tiene más. ¡La
abuela está haciendo un
lindo vestido para mí!
Todo en azul, rosa y
blanco. ¡Va a quedar muy
bonito!...
Temiendo que la hija se
decepcionase, la madre
consideró:
— Ângela, yo sé que tú
adoras a tu abuela,
¡pero fue sólo un sueño!
No te quedes esperando
un vestido que no
vendrá, hija mía.
— Va a venir, ¡sí! Es
verdad, mamá. ¿Yo ya no
dije que fui a
visitarla? Puedes hasta
telefonear para la
abuela, si quisieras.
Para quitar las dudas,
Vilma conectó con la
madre y obtuvo la
confirmación de todo lo
que Ângela hubo dicho.
Cuando terminó la
conexión, sumamente
espantada, ella miró
para la hija:
— Es verdad, hija mía.
¡Tú estuviste allá!...
— ¡Claro! ¿Tú no sabes
que eso puede ocurrir,
mamá? Aprendí con la
profesora de
Evangelización que,
cuando la gente duerme,
¡el Espíritu va a donde
quiere!
Y cuando el abuelo
Francisco y la abuela
Carlota llegaron para el
cumpleaños de Ângela,
fue con ansiedad que la
niña abrió el paquete
bien hecho. Cogió el
vestido en las manos y
confirmó, orgullosa:
— ¡Es exactamente del
modo que yo estaba
esperando! ¡Gracias,
abuela!
Tia
Célia
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