Elizabete, de nueve
años, llegó de la
escuela con hambre,
cansada y un poco
tediosa. La mañana había
sido llena de
actividades y ella
quería descansar. No
bastara eso, aún tenía
deberes para hacer.
Mal humorada, protestó:
— ¡Estoy exhausta, mamá!
— ¡Almuerza y después
descansas un poco! —
sugirió Rute, la madre,
envolviéndola en un
abrazo cariñoso.
Después de la comida,
como hábito, Bruno, el
padre, se acomodó en el
sofá para ver el
informativo por la
televisión, y Bete,
olvidada del cansancio,
se sentó al lado de él.
No es que a ella le
interesara las noticias,
sólo era para hacer
compañía al padre. Sólo
conseguía verlo a la
hora del almuerzo y
después del servicio,
pues cuando él salía de
mañana ella aún estaba
durmiendo.
De repente, una noticia
la dejó impresionada:
toda una región hubo
quedado inundada en
virtud de fuertes
temporales, que causaron
aún el desbordamiento de
un río. Centenares de
casas fueron destruidas
y las familias perdieron
todo.
La niña miraba y veía
las imágenes de familias
enteras que nada más
poseían y tendrían que
ir para un refugio
comunitario, y su
corazón se llenó de
piedad por la triste
condición de aquellas
personas, pensando: ¿Y
se fuéramos nosotros que
hubiéramos perdido
todo?...
También atraída por la
noticia, Rute quedó
viendo las imágenes y se
emocionó con los
testimonios, llena de
compasión.
Bete, que por primera
vez se enteraba de una
situación tan trágica,
deseando hacer alguna
cosa, propuso:
— ¡Mamá! ¿Podemos mandar
algo para esas personas?
¡Ellas quedaron sin
nada! ¡A mi me gustaría
ayudar!
La madre, respondió con
ternura:
— ¡Claro, hija mía!
Podemos ayudar, sí.
Y, delante del interés
de la hija por auxiliar
a otras personas, Rute
aprovechó la oportunidad
e invitó:
— Bete, si tú tienes
tanto deseo de ayudar al
prójimo, ¿qué piensas en
ir conmigo a la favela?
— ¿Dónde queda eso,
mamá? ¿Aquí también hay
gente que necesita de
ayuda?
— Hay sí, hija mía.
Favela es sólo el nombre
que las personas dan a
barrios muy pobres y que
necesitan de ayuda. Sólo
que, como sus
necesidades no son
divulgadas, gran parte
de las personas no están
sabiendo.
— ¡Ah!... ¡Yo quiero
conocer ese lugar, mamá!
— dijo la niña
interesada.
El día marcado, Bete y
la madre colocaron en el
coche géneros
alimenticios, ropas,
calzados, medicamentos,
caja de primeros
socorros y un montón de
otras cosas. Después de
llenar el coche,
partieron.
Bete estaba toda
animada. Aproximándose
al lugar, la niña fue
quedando espantada. Sólo
existían barracas hechas
de restos de madera y
cubiertas con plástico.
Allá llegando, Rute dejó
el coche y, parando delante de una de las
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barracas, tocó
las palmas. La
mujer que abrió
la puerta quedó
con los ojos
brillando al ver
a Rute. |
— ¡Fue Dios quién la
mandó, doña Rute!
Estamos sin nada aquí en
casa, y mi marido se
hirió ayer cuando volvía
del trabajo. ¡Aún no
pude hacer nada!
Con familiaridad, la
recién llegada la calmó:
— No se preocupe,
Josefa. Trajimos
alimentos — dijo,
mostrando la caja de
mantenimientos que había
cogido del coche. —
Déjeme ver a su
marido.
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La mujer la llevó hasta
el cuarto, donde un
hombre gemía de dolor.
Pidiendo permiso, Rute
examinó la herida y
dijo:
— Creo que no es grave,
pero realmente él debe
estar sintiendo mucho
dolor.
Fue hasta el coche a
buscar la caja de
primeros auxilios,
mientras Bete hablaba
con el matrimonio.
Volviendo, Rute hizo una
cura en el hombre,
|
después pidiendo
un vaso con
agua, le dio un
analgésico para
calmar el dolor.
Él quedo
aliviado y muy
agradecido. |
— ¡Sólo la señora así,
doña Rute, para ayudar a
la gente! ¡Dios se lo
pague!
De aquella casa, ellas
pasaron a otra, y otra
más, y otra más…
En todas, Bete vio la
misma gratitud y el
mismo cariño por su
madre, lo que la dejó
feliz y admirada.
Cuando terminaron las
visitas, cansada, pero
satisfecha, Rute dijo a
la hija:
— ¡Gracias
a Dios terminamos por
hoy! Gracias hijita, por
tu ayuda.
La niña miró para la
madre y habló:
— Mamá, yo también
quiero ayudar a esas
personas, como tú haces.
¡Quiero distribuir
alimentos, ropas, hacer
curas!...
Y la madre explicó a
ella que, para hacer la
caridad, tenemos que dar
algo que sea realmente
nuestro, y ejemplificó:
— Bete, si tú das
alimentos, en el fondo,
seré yo la que haré el
bien. Tú puedes donar de
tus cosas: ropas,
calzados, juguetes y
libros que no te sean
más útiles. En cuanto a
la cura, primero tú
tendrás que aprender a
hacerlo. De momento, es
aún un poco pronto.
La niña sonrió, y la
madre acarició sus
cabellos, sugiriendo:
— Además de eso, hija
mía, tú puedes ayudar de
otra forma. ¡Dona amor!
Conversa con las
personas, juega con los
niños, da atención a
ellos. Y lo que hagas,
hazlo con mucho amor.
Porque lo importante no
es lo que la gente da,
sino cómo hacemos eso.
¿Entendiste?
— ¡Sí, mamá!
— Si tú quieres, puedes
aprender a hacer tricote
o croché, y hacer
ropitas para calentarlas
en el invierno. Con el
tiempo, podrás aprender
muchas cosas y enseñar a
ellas, hasta a leer y a
escribir. ¿Sabe que gran
parte de esas personas
no están alfabetizadas?
¿Qué piensas?
— ¡Me
gusta, mamá!
— ¡Muy bien! ¡Ahora
vamos para casa!
Aquella tarde había sido
bastante productiva y
ellas estaban
satisfechas.
La pequeña Bete traía el
corazón y la cabecita
llena de nuevas ideas
que pretendía poner en
ejecución.
Entendió que para hacer
el bien no es necesario
ir a buscar lejos. Basta
mirar alrededor suyo. ¡A
veces, las oportunidades
están mucho más cerca de
lo que se imagina!
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
Rolândia (PR),
15/5/2011.)
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