Carlos y Fernando eran
vecinos y les gustaba
jugar juntos. De repente
todo cambió.
Cierto día, como era
hábito los sábados, los
amigos del barrio
resolvieron jugar a
fútbol. La partida
estaba difícil de codo
con codo. Pero,
aprovechando una
oportunidad, Fernando
marcó un gol. Carlos,
que estaba en el equipo
contrario, no le gustó.
Al término de la
partida, Fernando se
aproximó al amigo de
tantos años jugando:
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— ¿Viste? ¡Ganamos!
¡Somos mejores que
vosotros!
¡Finalmente, lo normal
era un equipo perder y
otro ganar! Pero Carlos,
que no sabía perder,
estaba molesto. Dejó que
la rabia tomara cuenta
de su interior,
subiéndole a la cabeza,
y, rojo de rabia,
reaccionó:
— ¡Vosotros ganásteis
porque nosotros os
dejamos!
El amigo estaba enfadado
con él y Fernando no
entendía la razón.
Comenzaron a mirarse
mal.
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— Vosotros no sabéis
perder, esa es la
verdad.
En aquella tarde
volvieron para casa sin
hablar más y la amistad
de ellos nunca más fue
la misma. Fernando,
intentando mejorar la
situación, fue a la casa
de Carlos y lo invitó
para tomar una merienda,
sin embargo él no
aceptó.
Fernando se fue, triste.
Después de eso, donde lo
encontrase, Carlos
volvía la cara.
Delante de esa reacción,
Fernando comenzó a
sentir la rabia por ella
tomar cuenta de su
corazón, y pasó a
reaccionar de la misma
manera.
En la escuela, la
profesora Norma notó el
cambio en el
comportamiento de los
dos alumnos y llamó a
Fernando para hablar. Él
le contó la razón del
desencuentro, terminando
por decir:
— Profesora, ahora yo
también ando con rabia
por él. ¡Él va a ver
sólo! Oí cierta vez a mí
padre decir que, en la
vida, tiene que ser “ojo
por ojo, diente por
diente”. ¡Pues va a ser
así!...
Deseando ayudar, ella
dijo:
— Fernando, yo entiendo
lo que tú quieres decir:
que vas a replicar,
devolviendo la ofensa
con ofensa, como la
recibiste. ¡Sin embargo,
eso ya cambió! Esas
palabras fueron dichas
por Moisés que vivió
mucho tiempo antes de
Jesús. Cuando vino al
mundo, el Maestro nos
enseñó a reaccionar de
otra manera, no
resistiendo al mal que
nos quieran hacer. ¡Que
si alguien nos golpeara
en una mejilla,
pusiéramos la otra!...
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El chico extrañó
aquellas palabras. Sus
padres se decían
cristianos, pero
no tenían el
hábito de hablar
de religión o de
frecuentar una
iglesia. |
— ¡Ah! ¡Profesora! ¿La
señora quiere que yo
deje golpearme y aún
ofrezca la otra mejilla?
¡Yo no soy cobarde, soy
valiente!...
Ella sonrió ante la
indignación del alumno.
— ¡No, hijo mío! Con
esas palabras, Jesús
quiso mostrarnos que no
debemos reaccionar al
mal con el mal, porque
la pelea no tendrá fin.
Si reaccionáramos con el
bien, con la paz, todo
acabaría resolviéndose.
Hay más coraje en no
reaccionar a un insulto
que en desear pagar con
la misma moneda. Eso
significa que tú eres
más fuerte y valiente
que el otro.
Fernando quedó callado
por algunos instantes,
después preguntó:
— ¿La señora piensa así
mismo?
— Pienso, y te digo más:
La enemistad que ahora
existe entre vosotros no
es sólo por el hecho de
tú equipo haber ganado
el juego. Es por el
sentimiento de rabia que
se instaló en el corazón
de Carlos y, después, en
el tuyo. ¡Fernando,
vosotros erais tan
amigos! Haz alguna cosa
para cambiar esa
situación. ¡La amistad
es algo muy precioso
para dejarla morir así!
El niño pensó un poco y
concordó, diciendo que
iba a intentarlo.
Agradeció a la
profesora y volvió para
casa reflexionando cómo
hacer para cambiar la
situación.
Él durmió pensando en el
problema. Contra sus
hábitos, pidió a Jesús
que lo ayudara a reparar
la amistad de ellos.
Sabía que ninguno de los
dos estaba feliz de
aquel modo.
Al día siguiente,
Fernando despertó y,
como era sábado, no
tendría aula. Su madre,
ocupada en la cocina, le
pidió que fuera a
comprar algunas cosas
que le estaban faltando.
Fernando fue al
supermercado, escogió lo
que necesitaba y se
dirigió a la caja. Al
llegar vio que, a su
frente, estaba Carlos
con un paquete de azúcar
en la mano, todo apurado
por no conseguir
encontrar el dinero para
pagar.
Mientras la fila crecía
detrás de ellos, rojo de
vergüenza, él revisaba
los bolsillos, ¡pero
nada! En ese momento,
Fernando cogió del
bolsillo el dinero que
la madre le había dado y
dijo para la joven, ya
impaciente:
— Puede dejarlo. Yo
pago.
Carlos se volvió para
ver quién lo estaba
socorriendo. Al ver a
Fernando, él no quería
aceptar, pero el otro
insistió:
— Queda tranquilo,
Carlos, somos amigos. Y,
si yo lo necesitara,
tengo seguridad de que
tú actuarías de la misma
forma conmigo.
Por la sonrisa de
Fernando notó que no
había intención de
humillarlo, al
contrario, el otro
estaba como siempre fue.
Carlos aceptó
agradecido. Resuelto el
problema, inmediatamente
estaban ambos en la
calle caminando juntos.
Al llegar cerca de casa,
Carlos dijo:
— Fernando, yo agradezco
la ayuda que me
prestaste hoy. Reconozco
que no he actuado bien
contigo y te pido
disculpas. Quedé
irritado por un motivo
tan tonto y hoy me
avergüenzo de eso.
— No te preocupes. Yo
tampoco me comporté
bien, reaccionando de la
misma forma. Pero, nunca
dejé de quererte bien a
ti. Pero, hoy a la tarde
hay fútbol. ¿Vamos?
— ¡Vamos! — concordó
Carlos, sonriente.
Ambos se abrazaron y
todo volvió a lo normal.
El lunes, al llegar a la
escuela, Fernando corrió
a contar a la profesora
Norma lo que había
ocurrido, y después
completó:
— Si no fuera por su
ayuda, nada habría
cambiado. ¡Se lo
agradezco mucho doña
Norma!
— En verdad, Fernando,
“tú” supiste aprovechar
la oportunidad que
surgió. ¡Felicidades!
— ¡Gracias a Jesús,
profesora! Ahora me voy
interesar más por el
Evangelio y hacer que
mis padres también lo
hagan. Percibí que las
lecciones de Jesús son
la respuesta para
nuestras necesidades.
Si nosotros sabemos
aplicarlas, funcionan
aún!...
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em Rolândia
(PR), em 20/6/2011.)
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