Joel era un niño muy
alterado y vivía
metiéndose en enredos.
Cierto día, la madre oyó
un ruido y, enseguida,
los gritos de Joel:
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!...
¡Socorro!
¡Socorro!
Ella corrió al huerto,
asustada, y se deparó
con el hijo caído en el
suelo.
— ¡Yo me caí del árbol,
mamá! ¡Ay! Ay... ¡Mi
pierna me duele mucho! —
gritaba el niño
llorando.
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La madre telefoneó
pidiendo socorro e
inmediatamente una
ambulancia llevó a Joel
para el hospital. El
médico, tras examinarlo
y hacer una radiografía,
dio la noticia:
— ¡Joel, tú te
fracturaste un hueso de
la pierna, pero podría
haber sido bien peor!
Después de enyesarle la
pierna y recetar un
medicamento para el
dolor, el médico orientó
a la madre:
— Doña Ana, Joel deberá
moverse lo menos
posible, y cuando lo
haga, será con muletas.
Vuelva de aquí a treinta
días para ver cómo él
está.
Después de agradecer al
médico, la madre e hijo
volvieron para la casa.
Joel sólo protestaba de
la vida.
— ¡Ahora yo tengo que
hacer reposo! ¡No puedo
correr, juguetear, jugar
fútbol, nada! ¿Y aún
tengo que andar con
muletas?...
La madre procuraba
calmarlo, cariñosa:
— Ten paciencia, hijo
mío. Finalmente, todo
eso es consecuencia de
tus actos. Si tú no
hubieras subido al
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mango, no
habrías caído.
¡Y las muletas
no representan
un mal, pero sí
un bien!
Finalmente, es
con ellas que tú
podrás moverte.
Entonces, no
protestes.
Todo pasa y
luego tú estarás
bueno de nuevo. |
— ¡Pero me está
doliendo! ¡El yeso pesa
y está incomodando! ¡No
aguanto más eso!...
— Pues vas a aguantar
sí, hijo mío. ¡No hay
otra forma! Hay personas
en situaciones mucho
peores que la tuya, y
que no protestan.
— ¡No creo! No hay quien
soporte el dolor sin
protestar — decía él,
inconformado.
Al poco Joel se adaptó
al auxilio de las
muletas, aunque fuera
cansado. Protestaba por
ir a la escuela, de ser
obligado a andar con
muletas, de todo. Cierto
día, exhausta de sus
protestas, la madre lo
invitó para salir.
— ¿A dónde vamos, mamá?
— Vamos a hacer una
visita. Quiero que tú
conozcas a alguien.
Como no tenía otra modo,
conformado, Joel
acompañó a la madre.
Tomaron el coche y se
dirigieron a un barrio
más alejado. Ana
estacionó enfrente de
una pequeña casa, tocó
la campañilla y una
simpática señora atendió
sonriente:
— ¡Ana! ¡Que bueno
verla! Andaba con
añoranza. ¡Ah! Este es
Joel, ¿su hijo? ¡Mucho
placer, Joel!
Abrazando a los recién
llegados, la dueña de la
casa se dirigió al
chico:
— Veo que está
recuperándote, Joel.
¡Entren!... ¡Márcia
quedará muy feliz al
verlos!
¿Quién sería Márcia?
Curioso, el chiquillo
acompañó a las dos
señoras que conversaban
como viejas amigas.
Entraron en un cuarto
pequeño, pero agradable,
lleno de claridad y
flores que exhalaban un
delicioso perfume.
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En la cama, estaba una
adolescente de cabellos
claros, ojos tiernos y
sonrisa cautivante.
Adelaide presentó Joel a
su hija Márcia y
salieron, dejándolos
solos hablando.
— Veo que andas abatido,
Joel, pero
inmediatamente estarás
bien. Dios es padre
bueno y amoroso, y nos
socorre siempre en las
dificultades — consideró
ella con una linda
sonrisa.
Joel, como era habitual,
aprovechó para desfilar
sus
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amarguras. |
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— Tú hablas así porque
no estás en mi piel,
Márcia. He sufrido
bastante. Para todo
estoy obligado a usar
muletas, que son pesadas
y dejan mis brazos
doloridos.
— ¡Ah!... ¡Pero tú vas a
la escuela, ve a tus
amigos, puedes hablar a
voluntad!...
— Es... pero no puedo
jugar, tirar la pelota,
correr...
— Ten paciencia. ¡El
tiempo pasa rápido!
Aprovéchalo para
estudiar, leer un buen
libro, oír música,
asistir a una buena
película. ¡Existen
tantas cosas que podemos
hacer!...
Para cada protesta de
él, Márcia tenía siempre
una respuesta optimista,
animadora, lo que acabó
por irritarlo. Egoísta,
él respondió:
— Tú eres optimista
porque no sabes lo que
estoy pasando.
Al decir eso, cayendo en
sí, se dio cuenta de que
ella estaba acostada en
un lindo día de sol, y
preguntó:
— ¿Más por qué estás
acostada, cuando podrías
estar aprovechando esta
linda tarde?
Con expresión seria,
pero tranquila, Márcia
le contó:
— Hace muchos años yo
jugueteaba en la
calzada, cuando un coche
me atropelló, causando
una grave fractura en mi
columna. Así, desde esa
época, no pude andar
más, ni sentarme. Sólo
muevo los brazos.
Joel colorado de
vergüenza por haber
estado protestando de la
vida para alguien como
Márcia, que ni siquiera
podía sentarse. Le pidió
disculpas y preguntó
cómo podía estar tan
conformada y optimista
delante de ese estado, a
lo que ella respondió:
— ¡Ah, Joel! No fui
siempre así, puedes
creerlo. Al comienzo me
rebelé. Después, como sé
que Dios es Padre
amoroso y bueno, entendí
que debe haber una razón
para que yo haya quedado
así. ¡Sabiendo que
existen personas en
peores condiciones que
la mía, que
nacen ciegas, sin
piernas, sin brazos, con
deficiencia mental,
entonces pasé a
reconocer cómo yo era
feliz! Tengo una buena
casa, una familia
amorosa, veo y escucho
bien, tengo salud
perfecta y razonamiento
lúcido. Puedo leer
libros maravillosos, oír
bonitas músicas, hablar
con mis amigos. ¿Qué más
le puedo pedir a Dios?
Joel bajó la cabeza,
conmovido. Después,
mirando para Márcia,
dijo:
— Márcia, yo agradezco a
Dios por haberte
conocido. Tengo certeza
que seré otra persona de
hoy en delante. Me
Gustaría también de ser
tu amigo. ¿Puedo
visitarte de tarde en
tarde?
— Claro Joel, siempre
que quisieras. ¡Estaré
muy feliz!
En ese momento, Adelaide
y Ana que llegaban,
trayendo una bandeja con
una deliciosa merienda,
pararon y quedaron
escuchando la
conversación. Después,
intercambiando una
mirada, entraron en el
cuarto. Llenos de
alegría, los cuatro
tuvieron una tarde muy
provechosa y agradable.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo em
Rolândia-PR em
15/8/2011.)
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