El final del año escolar
se aproximaba y Daniel
estaba atravesando
dificultades en la
escuela.
Perezoso, no tenía ganas
de estudiar y, por eso,
sus notas eran bajas.
Cierto día Daniel abrió
los ojos y, cuando
recordó que necesitaría
levantarse para ir a la
escuela, se sintió
desanimado. Había
despertado más perezoso
que de costumbre.
En ese momento, la madre
abrió la puerta del
cuarto, alertando:
— ¡Buenos días, Daniel!
¡Despierta! ¡Es la hora
de levantarse!...
En aquel instante, él
pensó y decidió: ¡No voy
a la escuela hoy! Pero,
¿qué hacer? Tendría que
inventar una disculpa, y
rápido.
Daniel sabía que la
madre estaba en la
cocina preparando el
desayuno y, si él no
aparecía inmediatamente,
para tomar por lo menos
un vaso de leche, ella
volvería para saber lo
que estaba ocurriendo.
Entonces, se preparó
inventando una disculpa.
— ¡Ya sé! Voy a colocar
el termómetro próximo a
la lámpara del flexo, de
la mesita de noche.
Después, se la colocó en
la axila y, con
seguridad, mamá creerá
que estoy con fiebre.
¡Genial!...
Cuando la madre volvió
para llamarlo por
segunda vez, enfadada, y
abrió la puerta del
cuarto, se encontró con
el chico acostado, con
expresión de enfermo.
— ¿Qué pasó, hijo mío?
¿Por qué aún no te
levantaste? ¡Vaya! ¿Y tú
estás acostado bajo ese
cobertor con el calor
que está haciendo?...
Con cara triste, él
explicó:
— ¡Ay, mamá! Creo que
estoy enfermo. Sentí
mucho frío durante la
noche y, hace poco, creí
que estaba con fiebre y
me puse el termómetro.
¡Mira!
La madre le cogió las
manos y se quedó
asustada:
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— ¡Dios mío! ¡Treinta y
nueve grados! Tú tienes
fiebre alta, Daniel.
Travieso, el chico dijo:
— ¡Ah, mamá, pero
preciso ir a la escuela!
— No, nada de eso. ¿Tú
tienes algún examen hoy?
Porque, si lo tienes,
avisaré a la escuela.
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— No, no tengo nada,
mamá. |
— Entonces, no vas. Voy
a traerte un antitérmico
y tu desayuno.
¡Pobrecito de mi
hijo!... — dijo ella con
infinito cariño.
La madre salió del
cuarto e inmediatamente
después volvió con el
medicamento, y una
bandeja con un vaso de
café con leche y pan con
manteca.
Daniel se sentó en la
cama, fingiendo
dificultad, y recibió la
bandeja que la madre
había traído. Ella
esperó que él tomara el
medicamento y después
salió del cuarto,
volviendo para ver los
otros hijos, que estaban
para salir a las aulas.
Feliz de la vida, Daniel
tomó su café y después
enlazó el sonido
pensando:
— ¡Que día lindo! Engañé
a mi madre y hoy voy a
aprovechar el tiempo
haciendo sólo lo que me
gusta. ¡Nada
de clases ni de cosas
indeseables!
Algún tiempo después la
madre volvió y vio que
el hijo estaba sin
fiebre.
— Que bueno, Daniel. Tu
fiebre desapareció.
Vamos a quedarnos
atentos. Si ella vuelve
es señal de que
necesitamos ir al
médico.
— Creo que no va a
volver, mamá. Estoy
sintiéndome bien.
— ¡Bien! Entonces voy a
trabajar y vuelvo más
pronto. ¡Queda con Dios!
Cualquier problema me
llamas.
— Claro, mamá. Puedes
irte tranquila.
Aquella mañana Daniel la
pasó tranquilo. Vio una
película, jugó con sus
juegos y, cuando la
madre volvió a la hora
del almuerzo, lo
encontró en el patio,
andando de skate. Él
estaba bueno, y la
madre, menos preocupada
al ver el hijo bien.
En la mañana siguiente,
Daniel fue a la escuela
y se enteró que la
profesora había dado un
trabajo en grupo para
que los alumnos hicieran
en sala de clases, que
tendría nota, auxiliando
a aquellos que
anduvieran con
dificultad para aprobar.
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La profesora lamentó la
ausencia de Daniel,
afirmando:
— Que pena no haber
comparecido ayer,
Daniel. Sería tu
oportunidad de recuperar
la nota y no quedar para
recuperación.
El chico, sin embargo,
explicó:
— Profesora, yo estaba
enferma. Puede preguntar
a mi madre. ¡Ella
quería, inclusive,
avisar a la escuela,
pero yo dije que no
había necesidad porque
no tenía examen!
La profesora telefoneó a
la madre de Daniel para
confirmar las palabras
del hijo, a lo que ella
dijo que iría hasta la
escuela para hablar.
Al final de la clase, la
madre de Daniel buscó a
la profesora en la sala
y, después que los
alumnos salieron, sólo
quedando Daniel,
interpeló al hijo, muy
seria:
— ¿Entonces, tú estabas
enfermo ayer, Daniel?
— ¡Claro, mamá! Estaba
con fiebre, ¿no te
acuerdas? — replicó el
chico.
— ¿Es así? Pues supe que
tú me engañaste, para no
venir a la escuela. Tú
colocaste el termómetro
en la luz para
calentarlo, de modo que
yo pensara que tú
estabas con fiebre.
El chico bajó la cabeza,
avergonzado, delante de
la reacción de la
profesora y de la
indignación de la madre.
Él abrió los ojos,
espantado. ¿Cómo se
enteró su madre?
— Tu hermanito me contó
todo — esclareció ella.
Entonces, Daniel se
acordó que, al verlo en
casa, el hermano más
pequeño le había
extrañado y él había
contado lo que había
hecho. ¡Que pasada!...
— Pido disculpas, tanto
a mi madre como a la
señora, profesora.
Yo actué muy mal.
La profesora miró al
alumno y dijo:
— Daniel, yo pretendía
darte otra oportunidad.
Sin embargo, delante de
todo lo que acabé de
oír, tú tendrás que
hacer la recuperación. Y
ese es su castigo: si ya
no quería venir a la
escuela, tendrá que
frecuentar clases por
tres semanas más.
Después, será evaluado
de nuevo. Es tu
oportunidad de no perder
el año...
— Está bien. Yo sé que
lo merezco, profesora.
Daniel hizo todo
correctamente y
consiguió ser aprobado.
Al final, sintió que no
le fue tan pesado. Hasta
le gustaba todo lo que
había aprendido en aquel
periodo.
Pero aquella lección
quedaría grabada en su
mente para el resto de
la vida, mostrándole que
la mentira no compensa,
trayendo sólo vergüenza
y descrédito, porque,
como el sol, la verdad
siempre aparece.
MEIMEI
Mensagem recebida em
29/11/2010 em
Rolândia-PR, por Célia
X. de Camargo.
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