Caminando por la calle,
Leonardo pensaba en cómo
él era infeliz. De
familia pobre, sus
padres tenían que
trabajar mucho para
sostenerlo a él y a la
hermanita.
Así, aunque no les
faltara comida, ropa,
material escolar y otras
cosas necesarias,
Leonardo echaba en falta
de poder comprar
aquellas pequeñas cosas
que tanto agradan a los
niños.
Él ya estaba con once
años y quería tener lo
que sus compañeros
tenían: ropas nuevas, un
par de tenis de marca,
gorra y tantas cosas
más.
Con la llegada de la
Navidad, esos
pensamientos surgían con
más fuerza en su
cabecita.
Sus padres siempre le
enseñaron que Jesús es
el Amigo de todos y que
nos ayuda en la medida
de nuestras necesidades.
Pero Leonardo estaba
cansado de esperar una
vida mejor, que no
llegaba nunca.
Desanimado, él andaba al
azar, con la cabeza
baja, sin preocuparse
para donde estaba yendo.
De repente, él se vio en
un barrio diferente y
mucho más pobre que
aquel donde vivía.
Así, medio perdido,
Leonardo vio a un grupo
de chicos que se dirigía
para un gran barracón un
poco más adelante. El
grupo mostraba tanta
animación que él,
curioso, decidió
seguirlos. Más cerca,
vio que otros niños para
allá también se
dirigían.
Llegando al barracón, él
paró preocupado. ¿Será
que hay alguien cobrando
entrada? Si lo había, él
no tenía dinero para
pagar. Se tranquilizó,
sin embargo, cuando vio
a la puerta una chica
bonita y sonriente que
decía:
— ¡Sean bienvenidos!
¡Entren y acomódense!
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Después, al ver a un
niño muy pobrecito
llorando, al frente de
él, ella se bajó y
consoló al chico
enjugándole las
lágrimas.
Leonardo quedó
impresionado con el
cariño que ella demostró.
Él entró y se sentó a
una mesa grande, donde
ya estaban otros chicos.
Luego, la chica bonita
pidió silencio y habló
en voz alta:
|
— En esta Casa, lo que
hacemos es en nombre de
Jesús, que nos dio todo
lo que tenemos.
Entonces, vamos a
agradecerle por las
bendiciones que nos ha
ofrecido.
Los niños se callaron y
ella hizo una linda
oración, agradeciendo al
Maestro Jesús por
aquella Casa, por las
oportunidades que les
proporcionaba de poder
trabajar, y también por
las dádivas que recibían
de corazones generosos,
que les posibilitaba
examinar el resultado a
los niños allí
presentes.
Después de la oración,
comenzaron a servir una
deliciosa sopa. Como
Leonardo andaba con
hambre, él comió y aún
repitió, con
satisfacción. Después
que todos terminaron,
los trabajadores de la
casa entregaron un
paquete con bolas y
dulces para
todos.
Leonardo estaba
encantado. Se sintió tan
bien en aquel ambiente,
con aquellas personas,
que sintió voluntad de
permanecer allí. Cuando
los niños comenzaron a
salir, él se aproximó a
la chica bonita y
preguntó:
— ¿Vosotros hacéis
siempre eso?
— ¿Recibir a los niños y
distribuir sopa? Sí,
todas las semanas.
— ¿Por qué?
— Porque hemos recibido
mucho de Jesús y
necesitamos aprender a
dividir con quien tiene
menos que nosotros. Y,
en esta época de
Navidad, las personas
son más generosas y
tenemos más que
repartir. ¿Como te
llamas?
— ¡Ah!... Leonardo.
— Mucho placer,
Leonardo. Yo soy Renata.
Los niños y jóvenes que
vienen
|
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aquí son muy
pobres y
generalmente
nada tienen en
casa. Por eso,
pedimos a las
personas de
buena voluntad
que nos ayuden
y, con el
resultado de la
recolecta,
hacemos la sopa
y, cuando
tenemos otras
cosas, como
ropas, calzados
y dulces, lo
dividimos con
todos. |
Leonardo se despidió de
Renata y salió rápido.
No quería que ella viera
como estaba él
emocionado.
De vuelta para casa,
pensando en la situación
de aquellos niños que
había encontrado,
Leonardo llegó a la
conclusión: él, que
tanto protestaba de la
vida, tenía todo. En
verdad, nada le faltaba,
sólo aquellos superfluos
que los otros niños
tenían y que él también
deseaba. ¡Todo eso, sin
embargo, ahora le
parecía tan pequeño!...
Una nueva comprensión de
la vida lo envolvió, con
la certeza de que nada
le faltaba. Se acordó de
los padres que se
esforzaban tanto para
darle todo, y una
inmensa gratitud por
ellos tuvo cuenta de su
corazón.
Entrando en casa, vio a
la familia reunida e
íntimamente agradeció a
Jesús por tener a sus
padres y por la
hermanita.
— ¿Donde estabas hijo
mío? ¡Hace horas que
estamos buscándote a ti!
— indagó la madre,
preocupada.
— ¡No te preocupes,
mamá, estoy bien! ¡De
hecho, nunca estuve tan
bien en toda mi vida!
— Comentó, abrazándola.
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Después se acomodó en
medio de ellos y dijo:
— Voy a contaros donde
estuve hoy.
Y pasó a narrar lo que
había ocurrido. Cuando
terminó, ellos también
estaban emocionados.
Él concluyó:
— ¡Papá! ¡Mamá! ¡Quiero
que me perdonen! Siempre
fui injusto con
vosotros; juzgué que no
|
tenía nada.
Ahora veo que
siempre tuve
todo. Aquellos
niños no tienen
comida, ni
ropas, y muchos
de ellos, ni
familia.
Entonces, quiero
dar un poco de
lo que tengo a
ellos. |
Los padres corcondaron,
animados. Y hasta la
hermanita quería ayudar.
A la semana siguiente,
Leonardo volvió a
aquella Casa con su
familia y una montaña de
ropas, calzados, libros
y juguetes, que no
tenían más utilidad para
ellos.
Lo más importante: los
padres también querían
participar ayudando en
aquello que fuera
necesario.
Renata, muy feliz, los
abrazó, contenta:
— ¡Bienvenidos los
nuevos trabajadores de
la siembra de Jesús!
Y cuando llegó el Día de
Navidad, reunidos en el
modesto hogar, la
familia conmemoró la
venida de Jesús al
mundo, con los corazones
repletos de íntima
alegría, por la nueva
actividad de auxilio al
prójimo que habían
iniciado.
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, en
Rolândia-PR, el
21/11/2011.)
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