Una luz surgió en el
cielo estrellado como
foco resplandeciente
cortando el espacio.
Caminando por el camino
oscuro, con dificultad,
el pequeño Ismael quedó
paralizado. En aquel
instante, un sentimiento
profundo de amor inundó
su corazoncito, que
latía apresurado.
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Una inmensa seguridad lo
dominó. ¡Era Él, el
Salvador del Mundo, que
llegaba! ¡El Mesías tan
esperado por su pueblo!
Elevó las manos para lo
alto, mientras lágrimas
de alegría le descendían
por el pequeño rostro
moreno.
Ismael era un chico como
tantos de su edad. De
familia muy pobre,
apenas conseguía lo
suficiente para
sobrevivir. Era pequeño
aún, pero
|
ya ayudaba a su
padre en los
cuidados con la
tierra, y
también a la
madrecita en las
tareas
domésticas. |
La esperanza, sin
embargo, siempre fue su
compañera constante.
Amaba a Dios con todas
las fuerzas y en su
interior sabía que aquel
Mesías tan bueno iba a
llegar.
No sabía cuándo, pero lo
esperaba con mucha
ansiedad.
En las noches de frío,
la familia, recogida
alrededor del fuego, les
gustaba oír a su padre
contar las profecías que
hablaban de la venida
del Salvador. Y
adormecía tranquilo,
soñando con una época
diferente, en que todos
iban a amarse.
Cierto día, su madrecita
cayó enferma. Ardía de
fiebre en el lecho y
todos temían por su
vida. Sin poder
apartarse cerca de ella,
el padre pidió a Ismael
que fuera a buscar a
Samáia, una vieja
curandera, que entendía
de hierbas y que, a
falta de un médico, era
la única persona en la
ciudad que podría
socorrerlos en aquella
emergencia.
Ismael no dudó. El padre
le explicó como llegar
hasta Samáia y,
colocando la mano en su
cabeza, dijo:
— Que el Señor te
bendiga, hijo mío. Ten
cuidado y no pares para
hablar con extraños,
pues la ciudad está
repleta de forasteros
que vinieron para el
censo.
Vivían en Belén y,
exactamente esos días,
por fuerza de una orden
del rey, que deseaba
saber cuántos habitantes
existían en el país,
todos los habitantes se
habían desplazado de sus
casas, dejando sus
ciudades, para dar sus
nombres.
Caminando apresurado por
las calles, Ismael
buscaba no desviar su
atención distrayéndose
con el ruido de los
forasteros. Pero el
sonido de música, de
grupos que bailaban, era
contagioso; el olor de
perfume, mezclado con
pescado frito, de
condimentos.
De pan salido del horno,
alcanzaban su olfato. Y
él estaba hambriento.
Nada había comido en
aquel día.
Al poco, el ruido de la
ciudad fue disminuyendo,
quedando para atrás.
Ahora, caminando por el
camino, en medio de la
oscuridad, Ismael sentía
miedo. La noche se había
llenado de otro tipo de
sonidos: de animales
extraños que venían de
todos los lados. Y él se
encogía, con los ojos
abiertos, pero proseguía
siempre. Necesitaba
encontrar a Samáia, la
única persona capaz de
socorrer a su madre.
Mirando el cielo
estrellado, Ismael
pensaba: ¿Por qué sufría
tanto? ¿Cual era la
razón de su vida siendo
tan difícil, cuando
otros niños tenían todo?
¡Y ahora, la madrecita
enferma! Él tenía miedo
de perderla.
— ¡Señor, protege a mi
madre!
En ese momento, Ismael
vio que el manto
estrellado de la noche
fue inundado por una luz
muy brillante. Y el foco
luminoso se desplazaba
por el cielo,
descendiendo hasta
encontrarse con la
Tierra, en algún punto
no muy distante.
Lo que causó mayor
extrañeza al niño es que
el foco de luz parecía
compuesto de infinitos
puntos brillantes, como
seres bellos, sonrientes
y luminosos y que, por
estar muy juntos,
parecían ser una única
luz.
Ismael sintió el pecho
inflarse de una nueva
esperanza. Íntimamente,
algo le decía que era el
Mesías, con su corte
angélica, que llegaba al
mundo. Todo sería
diferente de hay en
delante. Una Nueva Era
iba a comenzar para la
humanidad.
Apresuró el paso. Tenía
urgencia de encontrar a
Samáia. Sabía que su
madrecita quedaría
curada.
Sin dificultad localizó
a la mujer y le pidió
que fuera a ver a su
madre. Servicial,
la señora lo acompañó de
vuelta a Belén.
Aunque con el corazón en
fiesta, Ismael nada
contó sobre lo que había
visto. Al llegar a casa,
llevando a Samáia con la
mano, sabía que todo
estaba bien. Entró en el
cuarto y encontró a su
madrecita sentada en el
lecho, ya sin fiebre,
tomando un trago de té
que una vecina le había
traído.
Con una sonrisa en el
rostro, él dijo:
— ¡Madre! ¡Gracias al
Mesías, tú estás curada!
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— ¿Qué estás diciendo,
hijo mío? — preguntó el
padre, intrigado.
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E Ismael relató, con
seriedad y emoción:
— Papá mío, en esta
noche, el Salvador
descendió al mundo.
Y ante la perplejidad de
todos, contó lo que
había ocurrido. Y tal
era la riqueza de
detalles, que nadie tuvo
dudas en creer en las
palabras del niño.
Emocionados, se
arrodillaron para orar a
Dios, agradeciéndole la
bendición de estar
viviendo en esa época en
que tan grandes cosas
irían a ocurrir.
TIA CÉLIA
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