La fatalidad y
sus matices
El tema
fatalidad
continúa siendo
una incógnita
para muchas
personas, mismo
en el seno de
los
espiritistas.
Al fin y al
cabo, ¿hay o no
hay fatalidad en
los
acontecimientos
de la vida? ¿Los
hechos de
nuestra
existencia están
o no previamente
marcados?
Ambas preguntas
fueron objeto de
explicaciones
dadas con
claridad en la
primera obra de
Allan Kardec,
considerada por
muchos como la
más importante
del Espiritismo,
o sea, El
Libro de los
Espíritus.
En lo que se
refiere a la
fatalidad, dos
aspectos deben
ser
considerados.
Si la imaginamos
como siendo la
decisión previa
e irrevocable de
los sucesos de
la vida, la
respuesta es no.
Esa decisión
previa – que las
personas asocian
a la palabra
fatalidad – no
existe.
Con efecto, si
tal fuese el
orden de las
cosas, los
hombres no
pasarían de
máquinas, que,
como sabemos, no
tienen voluntad
propia. ¿De qué
les serviría la
inteligencia,
desde que
hubiese de estar
invariablemente
atados, en todos
sus actos, a la
fuerza del
destino?
Semejante
doctrina, si
verdadera,
equivaldría a la
destrucción de
toda libertad
moral. No habría
para el hombre
responsabilidad
y, por
consiguiente, ni
merito o
desmerito en
aquello que
hiciese.
Si, no obstante,
entendamos la
fatalidad como
siendo un plan
general definido
por la propia
persona antes de
reencarnar, una
resultante del
género de vida
que escogió,
como prueba,
expiación o
misión, luego se
puede decir que
la fatalidad no
es una palabra
vana, por cuanto
la persona
sufrirá, en el
decurso de la
existencia
corporal, todas
las vicisitudes
que ella misma
escogió y todas
las tendencias
buenas o malas
que le son
inherentes.
Cesan, sin
embargo, ahí los
efectos de la
fatalidad, como
fruto de la
llamada
programación de
reencarnación,
porque depende
del individuo –
y solamente de
él – ceder o
resistir a las
mencionadas
tendencias e
influencias.
Cuanto a los
pormenores de
los
acontecimientos,
quedan ellos
subordinados a
las
circunstancias
que la propia
persona crea por
medio de sus
actos. Sólo para
ejemplificar: Si
el individuo
opta por la vía
del crimen,
tendrá que
sufrir todos los
percances
decurrentes de
eso; si se
entrega a la
bebida y se
torna un
alcohólico,
enfrentará los
sinsabores y las
enfermedades
decurrentes de
ese vicio.
En resumidas
cuentas, podemos
entonces afirmar
que hay
fatalidad, sí,
en los
acontecimientos
que se
presentan, por
ser estos
consecuencia de
la escoja que el
Espíritu hizo de
su existencia
como hombre,
pero puede dejar
de haber
fatalidad en el
resultado de
tales
acontecimientos,
visto que sea
posible a él,
por su
prudencia,
modificarles el
curso. Jamás, no
obstante, habrá
fatalidad en los
actos de la vida
moral, o sea, el
crimen, el
suicidio, el
abandono de la
prole, la
traición, el
adulterio y todo
lo que dice
respecto a la
conducta de la
persona no tiene
nada que ver con
la escoja hecha
por ella antes
de la inmersión
en la carne.
Finalizando,
recordemos que,
según el
Espiritismo,
fatal, en el
verdadero
sentido de la
palabra, sólo el
instante de la
muerte lo es.
Llegado ese
momento, de una
manera o de
otra, a él no
podemos
hurtarnos.
Es, por lo
tanto, ahí que
el hombre se
encuentra
sometido, en
absoluto, a la
inexorable ley
de la fatalidad,
una vez que no
puede escapar a
la sentencia que
le marca el
término de la
existencia ni al
género de muerte
que haya de
cortar a ésta el
hilo. Los casos
de moratoria
constituyen, es
fácil
comprender,
meras
excepciones a
esa regla.
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