Leonardo, de doce años,
era un chico muy
inteligente, estudioso y
le gustaba aprender.
Siempre que aparecía
algo desconocido,
curioso, buscaba
informarse.
Estaba siempre con un
libro en la mano,
leyendo; o desmontando
un aparato roto para
conocer sus piezas y
saber cómo funcionaba
para intentar
arreglarlo.
En la escuela era
siempre el primer alumno
de la clase y los demás
lo admiraban.
 |
Sin embargo, Leonardo
tenía un grave defecto:
no le gustaba compartir
lo que sabía. Cuando uno
de los amigos pedía una
explicación sobre
cualquier materia,
afirmando no haber
entendido bien, él
respondía con la cabeza
erguida:
— ¡Yo no! ¡Busca
informarte, perezoso!
¡Coge el libro y lees!
Y así ocurría siempre
que alguien le pedía
ayuda. Nunca estaba
disponible.
|
Al poco, en virtud de su
orgullo y egoísmo, los
compañeros y amigos se
alejaron de él. Al verse
solo, Leonardo extrañó
la actitud de ellos y un
día comentó con la
madre, molesto:
— ¡Mamá, yo no sé lo que
pasó! ¡Nadie me busca
más! ¡Mis amigos no
vienen más aquí a casa
ni me invitan para
jugar!
¡¿Qué será lo que
ocurrió?!...
La madre, que conocía
bien al hijo y su manera
de actuar, consideró:
— Hijo mío, varias veces
vi a tus compañeros
buscándote pidiendo
ayuda y tú siempre te
negaste. ¿Será que no
están molestos por eso?
A lo que Leonardo
respondió, muy irritado:
— ¿Y tú crees que yo
debía ayudarlos? ¡Ellos
tienen los mismos libros
y reciben las mismas
clases que yo! ¿Por qué
no aprenden? ¡La verdad
es que a ellos no les
gusta estudiar!
|
 |
— Leonardo, no es
pereza. Es que no todos
tienen las mismas
facilidades que tú. Las
personas son diferentes,
muchas ni entienden lo
que los profesores
explican en la clase.
— ¿Crees eso, madre? —
indagó el chico,
pensativo.
— Creo. Y aún más.
¿Alguien enciende una
luz y la coloca bajo la
mesa?
— ¡Claro que no, madre!
— Pues fue Jesús que
dijo cierta vez: que
nadie enciende una luz y
la coloca bajo la mesa,
sino sobre ella, para
que pueda iluminar a
todos. Esa luz de que
Jesús nos habla es la
del conocimiento, hijo
mío. ¿De qué sirve que
sepamos mucho si,
egoístamente, no
dividimos lo que sabemos
con alguien?
Por algunos instantes,
el niño se quedó callado
y pensativo, después
habló:
— Entendí, mamá. ¿Es
cómo hacen los
profesores, no es?
Existen personas de
todas las áreas que
dividen sus
conocimientos con otros,
que, a su vez, van a
pasar a otros... ¡Nunca
había pensado en eso!
— Eso mismo, hijo mío.
Repartimos lo que
tenemos, y recibimos lo
que los otros tienen
para enseñarnos.
Hay siempre un cambio
constante entre las
personas.
Leonardo prosiguió
pensando, pensando.
Necesitaba dar una forma
de cambiar esa situación
que él mismo había
creado.
Se sentía animado. Las
palabras de la madre lo
habían alertado sobre su
comportamiento y él
quería cambiar, pero no
sabía cómo. Hasta que,
por la noche, haciendo
su plegaria él pidió
auxilio a Jesús.
A la mañana siguiente
Leonardo despertó
sabiendo qué hacer: como
él había alejado a los
amigos, ahora le
competía dar el primer
paso para la
reconciliación.
Pensando, él fue a la
casa de cada amigo
pidiendo disculpas por
sus actitudes e
invitando para jugar al
fútbol. Y cuando el
amigo preguntaba el día,
Leonardo explicaba:
— ¡Será el día primero
de enero! Vamos a entrar
en el Año Nuevo con el
pie derecho. ¡Año nuevo
y vida nueva!
 |
Así, todos fueron
avisados. El día
primero, reunidos en el
campo donde
acostumbraban a jugar,
dividieron los equipos y
dieron inicio al juego.
Fue una alegría estar
juntos nuevamente. Ellos
sentían mucha falta de
Leonardo.
Al acabar la partida, el
resultado fue 3x1. El
equipo de Leonardo había
perdido. Pero eso no
tenía importancia. Él se
sentía feliz, y avisó a
los amigos:
|
— Mi madre está
esperándonos en casa
para una merienda.
¿Vamos?
Todos tocaron las
palmas. Estaban
cansados, pero animados.
Pasaron la tarde juntos,
comiendo sándwiches,
tarta y tomando zumos.
Jugaron, corrieron y se
divirtieron. Uno de
ellos preguntó:
— ¡Leonardo, tú estás
diferente! ¿Qué ocurrió?
Y él respondió:
— Yo cambié, Luiz.
Antes, yo creía que todo
el mundo debería
aprender cómo yo y,
muchas veces, os traté a
vosotros mal por eso.
Ahora yo sé que todo lo
que tenemos debe ser
repartido con las otras
personas. Es un cambio
constante: la gente da y
recibe. ¡Todo en el
mundo
funciona de esa forma!
Cuando eso no ocurre, es
como el arado que sin
actividad es corroído
por la herrumbre, el
alimento que guardamos y
acaba estropeándose, la
ropa que no usamos y es
roída por las polillas,
etc... Y así también
ocurre con aquello que
sabemos; si no
dividimos, acaba
perdiéndose. ¡Vean a
Jesús! Él se donó por
entero y nada recibió de
los hombres, sin embargo
sus lecciones permanecen
hasta hoy iluminando
nuestros caminos.
Debemos eso a la
generosidad de nuestro
Maestro.
Todos lo miraban con
admiración y respeto al
oírlo hablar de aquella
manera. Al final, los
amigos se abrazaron
contentos. ¡Estaban
unidos de nuevo y eso
era muy bueno!
El nuevo Año comenzaba
trayendo paz, alegría y
amistad entre todos. Y
ellos entendieron que,
desde que exista buena
voluntad, todo puede ser
modificado para mejor en
nuestras vidas,
especialmente si
consideremos la lección
de la generosidad.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo em
Rolândia-PR 12/12/2011.)
|