En cierta región muy
pobre y sequía, había
una casa de campo donde
vivía un labrador con la
esposa y el hijo. En la
casa de campo, sólo
había la choza y una
pequeña huerta, de donde
él sacaba el sustento de
la familia. El resto de
las verduras y legumbres
cogidas eran vendidas en
la villa o intercambiada
por aquello que les era
más necesario.
Acomodado, José estaba
satisfecho. Nada les
faltaba. Sin embargo, el
pequeño Raul, creciendo,
fue a estudiar a la
escuela del Villarejo.
Viendo la diferencia
entre las otras
propiedades vecinas y la
casa de campo en que
vivían, cierto día él
dijo:
— Padre, ¿por qué
nosotros no plantamos
algunos árboles? Todo
aquí en la casa de campo
es desierto. ¡Por lo
menos tendríamos la
sombra de los árboles
para refrescarnos del
calor del sol!
— ¡Tontería, hijo mío!
¿Para qué? Un árbol
lleva mucho tiempo para
crecer y dar sombra. Yo
no tengo tiempo para eso
— respondió el padre.
— Pero, si no plantamos,
ellos nunca crecerán,
padre. ¡Además de eso,
podemos plantar árboles
fructíferos y, cuando
ellos comiencen a
producir, podemos vender
los frutos! — insistió
el niño.
José dio vueltas al
sombreo en la mano,
pensativo, y replico:
— No vale la pena, hijo.
¡Llevará mucho tiempo!...
El chico, sin embargo,
quedó con la idea en la
cabeza. Al día
siguiente, en la vuelta
para casa después de las
aulas, él vio al borde
de la carretera una
semilla de árbol. Con
delicadeza, usó las
manos para retirar la
tierra en torno a la
planta, protegiéndole
las raíces frágiles.
Después, con cuidado,
llevó la semilla hasta
la casa de campo y,
escogiendo un lugar
apartado de la casa, de
modo a que el padre no
lo viese, allí plantó su
semillita.
¡Raul sentía mucho
cariño por ella!. ¡Era
su primer árbol!
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Después de ese día, él
regaba la semilla todas
las mañanas. Verla
crecer era una alegría.
Y Raul continuó
plantando las semillas
de árboles que
encontraba al borde del
camino.
Los amigos de él, al
saber que él estaba
buscando semillas de
árboles fructíferos, al
día siguiente comenzaron
a traerlas.
Uno de ellos dijo:
— ¡Raul, encontré en
casa esta semilla de
naranja y la traje para
ti!
— ¡Mira que linda
semilla de mango! ¡Al
verla, me acordé de ti!
— afirmó otro.
— Mira, Raul! Mi madre
te mandó de regalo esta
manzano! — mostró otro.
Todo satisfecho, él
agradeció a los amigos:
— ¡Muchas gracias! ¡Con
esas semillas que
vosotros me trajisteis
voy a comenzar mi
vergel!
Y así, al poco, Raul fue
viendo sus árboles
aumentando en número y
tamaño. Luego, él tenía
un pequeño bosque y, un
poco alejado, en un
lugar especial, el
pomar.
José había percibido el
movimiento del hijo,
pero no dio atención,
pensando: Es cosa de
niño. ¡Luego pasa!
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Sin embargo, a medida
que Raul crecía, sus
árboles crecían también.
Después de algún tiempo,
estaban fuertes y altos,
buscando el cielo.
Pero el padre,
obstinado, nunca se
interesó.
Un día, después del
servicio, José decidió
ir a ver de cerca el
trabajo del hijo y quedó
sorprendido.
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Al llegar próximo al
bosque ya sintió un aire
diferente, más leve y
más fresco. Lentamente
él anduvo bajo los
árboles, unos mayores,
otros más pequeños,
cuyas ramas casi no
permitían la entrada del
sol. El suelo, antes
seco y desnudo, ahora se
mostraba cubierto por la
vegetación, dejando sólo
un pequeño camino, por
donde el pasaba.
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Admirado, veía el
coloreado de las flores,
les sentía el perfume y
oía el canto de los
pájaros, alegrando la
tarde. De súbito, oyó
alguien que llegaba. No
necesitaba verlo para
saber que era Raul.
José andaba con los ojos
húmedos de emoción: |
— ¡Tú trabajaste
bastante, hijo mío, pero
tu bosque es lindo!
Raul, ahora un
muchachito de trece
años, alto y flaco,
sonrió.
— Eso no es nada, padre.
¡Ven a ver nuestro
vergel!
Y llevó al padre hasta
donde estaban los
árboles fructíferos.
Sorprendido, José vio
naranjas, manzanos,
mangos, semillas
exóticas, limoneros y
mucho más. ¡Todas ellos
grandes y en la época de
dar frutos; algunos
hasta ya estaban
cargaditos!
Con los ojos brillantes
de entusiasmo, José
miraba todo aquello.
Después, se volcó para
Raul y reconoció:
— ¡Tú tenías toda la
razón, hijo! Yo es que,
ciego e ignorante, no
conseguía admitir que
estuviera equivocado.
Pero, ¿cómo conseguiste
todo esto? ¡Aquí hay
especies que yo ni
conozco!...
El hijo sonrió
satisfecho, afirmando:
— ¡Padre, ese trabajo
tiene la colaboración de
mucha gente! Mis amigos
ayudaron y sus madres
también, las profesoras
y hasta personas
desconocidas que, al
saber lo que yo estaba
haciendo, colaboraron
con semillas diferentes.
Además de mi madre, que
ayudó plantando y
cuidando de las flores.
¡Y yo estoy agradecido a
todas esas personas!
El padre se mostró
sorprendido al saber que
la esposa había ayudado
sin que él lo supiera.
Después, quedando
pensativo por algunos
segundos, acabó por
reconocer:
— Pero tienes una cosa
que todas esas personas
no podrían darte, hijo
mío.
— ¿Qué, padre?
— Perseverancia. Si no
fuera por tu voluntad de
trabajar, persistiendo
en tu propósito de
realización, nada de
esto existiría.
Emocionados, ellos
cambiaron un abrazo
cariñoso. Enjugando las
lágrimas, Raúl dijo:
— Padre, yo tenía el
sueño de mejorar nuestra
casa de campo,
haciéndolo un lugar más
agradable para vivir.
Quería que el señor
creyera que, con nuestro
esfuerzo, podríamos
vivir mejor y sentirnos
más felices. Pero, lo
que yo más deseaba era
que el señor se
enorgulleciera de mí.
Ahora, tenemos que
pensar cómo vender las
frutas que comenzamos a
producir. También
podemos aumentar la
huerta y…
Así conversando,
caminaron abrazados de
vuelta para casa. La
madre, al verlos llegar,
fue al encuentro de
ellos. José, más
maleable, ya tenía
planes en la cabeza:
llenar la casa de
flores, hacer un jardín
y plantar algunos
árboles. ¡Todo quedaría
más bonito y agradable!
Madre e hijo cambiaron
una sonrisa, íntimamente
agradeciendo a Dios por
los cambios que pusiera
en sus vidas, a través
del sueño de un niño.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
12/3/2012.)
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