De todas las chicas de
la escuela, Carla era la
más antipática.
Implicaba a todo el
mundo y le gustaba crear
problemas con sus
compañeros de clase sólo
por la satisfacción de
verlos reaccionar.
Sin
embargo, Carla quedaba
furiosa porque había
alguien que ella no
conseguía ver
reaccionar. Era Joaquín,
que todos llamaban
Quinzinho. Chico siempre
sonriente, tranquilo y
amigo de todos. No había
nadie que no le gustara.
Eso dejaba a Carla muy,
muy irritada.
Cierto día, ella llegó
cerca de Quinzinho y,
mirándolo de la cabeza a
los pies con desprecio,
comentó:
— ¡Que ropa horrible,
Quinzinho! Tu uniforme
está todo sin botones y
tiene hasta un desgarro.
¿No tienes otro para
vestir?
El chico, humilde,
pareciendo no
incomodarse con las
palabras de la
compañera, sonrió y
respondió:
— Tú tienes razón,
Carla. Sin embargo, no
tengo otro uniforme.
Para que yo lo vista
todo el día, así que
llego
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a casa, mi madre
lo lava y lo
pone para secar.
Al otro día,
ella se levanta
más pronto y
plancha el
uniforme, que ya
está seco. |
Al ver que no había
conseguido hacerlo
reaccionar, Carla le dio
la espalda y salió con
la cara empinada. Se
sentía tan irritada que
decidió: ¡Voy a hacerlo
perder la tranquila!
Él va a ver!
Al día siguiente,
durante el aula, Carla
tuvo la oportunidad que
esperaba. La profesora
pidió a los alumnos para
hacer una redacción;
después, alguien sería
escogido para leer lo
que había escrito.
Cuando terminaron, ella
pasó los ojos por la
sala y llamó a
Quinzinho.
Contento, él salió de su
lugar y fue hasta el
frente. Con la hoja en
la mano, él iba a leer,
cuando Carla tuvo una
crisis de risa, y ella
reía tan alto que la
profesora extrañó:
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— ¿Qué pasó, Carla?
¡¿Qué viste tan gracioso
para reírte de ese
modo?!...
La alumna, fingiendo
estar intentando
controlarse, respondió:
— ¡Ah, profesora! Son
los zapatos de
Quinzinho! ¡Mire! ¡Son
tan grandes en los pies
de él que lo hacen
parecer un payazo!
Quá quá quá...
La profesora reprendió a
Carla por humillar a un
compañero. Pero
Quinzinho, con una
sonrisa presionado,
explicó:
|
— No tiene importancia,
profesora. Yo sé que mis
zapatos son graciosos.
Es que somos muy pobres
y mi madre no puede
comprar un par de
zapatos para mí.
Entonces, para no venir
descalzo, uso los de mi
hermano más mayor que
quedan grandes en mis
pies.
Tras esa explicación que
conmovió a todos en la
sala, Quinzinho, con la
misma serenidad, leyó la
redacción que había
escrito. A los
compañeros les gustó
mucho y aplaudieron,
dejando a Carla con
rabia por el éxito de
él.
Y, así, por diferentes
veces, la niña hizo de
todo para humillar a
Quinzinho delante de los
compañeros, sin
resultado, porque los
demás continuaban
gustando de él.
Cierto día había
llovido, y Quinzinho
llegó mojado a la
escuela. Carla descendió
del coche del padre, con
impermeable y paraguas.
Viéndolo, comenzó a
reírse de la situación
de él, sin notar donde
estaba pisando. De
repente, ella resbaló y
cayó en medio de un
boquete de barro.
Quinzinho, sin embargo
se aproximó a la niña y
la ayudó a levantase,
preguntando con
gentileza:
— Tú estás golpeada,
Carla?
La niña se levantó,
avergonzada:
— No. Estoy bien.
— ¡Ah! Estaba preocupado
creyendo que podrías
haberte golpeado! —
exclamó él.
La campana sonó y ellos
fueron para la clase. Al
término de las aulas,
Quinzinho estaba
saliendo, cuando Carla
se aproximó a él,
curiosa:
— Quinzinho, ¿por qué tú
me ayudaste hoy?
— Porque me gustas tú,
Carla.
— ¡¿A mí?!... ¡Pero
siempre te traté con
desprecio y hasta te
humillé ante los
compañeros!
— ¡No, Carla! ¡Nunca me
sentí humillado por ti!
—respondió él con una
sonrisa.
— ¡No entiendo! ¡Intenté
de todas las maneras
hacerte reaccionar y no
lo conseguí! ¿Qué hace
que tú mantengas esa
tranquilidad?
El niño pensó un poco y
respondió:
— Aprendí con mis padres
a orar todos los días. Y
en la plegaria que Jesús
nos enseñó, el “Padre
Nuestro”, tiene una
frase que dice:
Perdona, Señor, nuestras
deudas así como
perdonamos a nuestros
deudores.
Quinzinho paró de
hablar, miró para la
niña y completó:
— Entonces, como sé que
hago cosas equivocadas,
y preciso del perdón de
Dios, busco siempre
perdonar a aquellos que
también yerran contra
mí. ¿Entendiste?
Carla estaba emocionada
con la grandeza de alma
de aquel chico que ella
siempre había intentado
alcanzar con sus
comentarios maliciosos.
Con los ojos húmedos,
ella se aproximó más a
él y dijo:
— Quinzinho, hoy tú me
diste una gran lección.
Gracias. Siempre fui una
niña fútil, interesada
sólo en cosas que el
dinero puede comprar.
Ahora veo que existen
cosas mucho más
importantes. Como la
amistad, por ejemplo.
Quiero que seamos
amigos.
¿Aceptas?
— ¡Claro! ¡Me siento muy
feliz por ser tu amigo!
— Quinzinho, ¿puedo
darte un abrazo?
El niño abrió los
brazos, también
emocionado, y ellos
intercambiaron un gran y
cariñoso abrazo,
sellando la bella
amistad que nacía entre
los dos.
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
Rolândia-PR, em
2/4/2012.)
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