Cierto día, la madre de
Guilherme, niño de diez
años, charlaba con una
profesora quejándose de
las notas bajas que su
hijo había traído en el
boletín.
Nerviosa, ella
desahogaba su
insatisfacción. Hablaba
sobre la falta de
cuidados de la escuela
con la educación de los
niños, alegando que su
hijo no estaba
recibiendo la atención
adecuada.
La profesora Vera, con
paciencia, le explicaba
que el aprendizaje
depende de cada alumno,
de la manera como él
recibe las enseñanzas y
de la buena voluntad que
demuestre en aprender.
La madre, descontenta,
no concordaba con esa
teoría.
Caminando por el
pasillo, pasaron por la
biblioteca donde tres
alumnos hacían sus
deberes después de las
aulas.
Para exemplificar, la
profesora preguntó al
primero:
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— ¿Tú qué estás
haciendo?
El chico, irritado,
respondió:
— Estoy castigado,
haciendo la droga de esa
tarea que debería haber
sido entregado ayer.
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¡Ahora, no puedo ni
jugar! |
— ¿Y tú? — preguntó al
segundo.
— ¡Hago la tarea porque
no quiero tener un cero!
Después voy a jugar a la
pelota con los amigos —
respondió apresurado.
— ¿Y tú? — indagó al
tercer niño.
El chico, sonriendo,
respondió de buena
voluntad:
— ¡Ah! ¡Estoy haciendo
estos ejercicios porque
quiero aprender! La
profesora acabó de
explicar esta materia y
estoy intentando fijarla
para no olvidar lo que
aprendí en el aula.
Volviéndose para la
madre, que observaba la
escena callada, la
profesora concluyó:
— ¿Lo notó? El contenido
es el mismo, pero la
reacción y la motivación
de los tres niños es
completamente diferente
una de la otra.
La madre se disculpó,
cabizbaja, reconociendo
la razón de la
profesora.
— En el fondo, sé que a
mi hijo no le gusta
estudiar y que la falta
de aprovechamiento es
culpa de él mismo. Sin
embargo, somos pobres y
me preocupo con su
futuro, viendo que él no
se interesa en aprender.
¿Qué
hacer?
La profesora Vera pensó
un poco y respondió:
— Busque saber lo que su
hijo desea, lo que lo
hace feliz o algo por lo
cual tenga interés.
A camino de casa, la
madre pensó bastante y
finalmente descubrió.
Guilherme hacía tiempo
quería un ordenador, y
ella no le había dado
atención creyendo que
era dinero tirado fuera.
Aquel mismo día conversó
con el marido y
resolvieron atender al
deseo del hijo. Tendrían
que hacer un gran
esfuerzo y trabajar aún
más para pagar el
ordenador, pero tal vez
mereciera la pena.
Antes de echarse, el
padre llamó a Guilherme
y comentó:
— Hijo mío, nosotros
sabemos que tú deseas un
ordenador, pero nada has
hecho para merecerlo.
Mejora tu
aprovechamiento en la
escuela y podemos pensar
en el asunto.
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Más animado con esa
promesa, al día
siguiente Guilherme
despertó bien dispuesto
y resuelto a esforzarse.
En la escuela su
comportamiento fue
diferente, buscando
tener más atención en
las aulas. En casa,
hacía sus deberes
escolares y después
estudiaba la materia.
Con el pasar de los
días, tomó verdadero
gusto por el estudio,
aficionándose a los
libros.
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Resultado: cuando trajo
el boletín, orgulloso,
las notas eran mucho
mejores y los padres
quedaron muy felices. |
Al día siguiente, cuando
Guilherme volvió de la
escuela — ¡sorpresa! —
¡encontró un ordenador
ya instalado y con todos
los equipamientos!
Con ojos abiertos de
espanto, se volvió para
los padres, que lo
observaban desde la
puerta:
— ¡Es tuyo, hijo mío! —
confirmó el padre.
Guilherme los abrazó con
lágrimas en los ojos:
— ¡Papá, gracias! ¡Era
todo lo que yo más
quería!
Sin embargo, en duda,
miró para los padres:
— Os agradezco el
regalo. Pero sé cuánto
eso debe haber costado.
Mira, en verdad, ya
consiguieron su
objetivo. Ahora aprendí
a gustarme estudiar de
verdad. ¡No necesitabais
más darme un ordenador!
— Tu hiciste por
merecerlo, hijo mío. Él
es tuyo.
Guilherme, más
tranquilo, consideró:
— Bien, si es así, ahora
necesito hacer cursos,
aprender a usar el
ordenador. Después, más
tarde, voy a poder ganar
dinero con él y devolver
un poco de lo mucho que
vosotros me habéis dado
todo este tiempo.
Los padres, emocionados,
consideraron que el
valor del regalo era
pequeño delante de la
felicidad
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que veían en el
hijo. |
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Volviendo a la escuela
para agradecer a la
profesora Vera por la
ayuda, la madre, que
antes sólo recibía
reclamaciones sobre el
hijo, oyó, satisfecha,
de la profesora:
— ¡Felicidades! Su hijo
está muy diferente.
¡Parece un milagro!
¿Como consiguió eso?
La madre sonrió e
informó:
— Es simple. Con cariño,
atención y estímulo. ¡Y
un ordenador,
naturalmente!
Tia Célia
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