Silvia vivía en una casa
confortable, tenía unos
padres amorosos,
frecuentaba una buena
escuela y nada le
faltaba.
 |
Hija única, ella se
acostumbró a ver
satisfechas todas sus
voluntades, y jamás
aceptaba un “no” como
respuesta.
Con el pasar de los
años, los padres de
Silvia notaron como se
habían equivocado en la
educación de la hija.
Reconocieron que habían
transformado a la niña,
ahora con ocho años, en
una criatura egoísta,
arrogante, insatisfecha,
orgullosa y exigente.
Cuando no hacían su
voluntad, se tiraba al
suelo y pataleaba,
gritando a pleno pulmón.
|
Después de pasar por
numerosos vejámenes, los
padres de Silvia
decidieron que era
preciso cambiar, antes
de que fuese demasiado
tarde. Lo que era
gracioso en una niña de
dos años se volvió
inaceptable en una
jovencita de ocho.
Queriendo ponerla
delante de la realidad,
cierto día la madre le
dijo:
- Ven, hija mía. Vamos a
salir.
- ¡Bien! ¿Vamos a hacer
compras?
¡Estoy necesitando ya de
un montón de cosas!
Quiero comprar algunas
camisetas, tres
pantalones jeans,
algunos zapatos y
también juguetes. Estoy
cansada de los que
tengo. ¡Son viejos e
inútiles! – consideró la
niña, haciendo una
carantoña.
La madre,
tranquilamente, afirmó:
- No vamos a hacer
compras, Silvia.
- ¡Ah! ¿No?
¿Y dónde vamos, puedo
saberlo?
- Vamos a hacer una
visita.
- ¡No quiero hacer una
visita! ¡Quiero hacer
compras! – respondió la
niña, mal-humorada.
Sin perder la calma, la
madre insistió:
- Primero la visita.
¡Después, si tú te
comportas, veremos!
Sin dar mayores
explicaciones, Olinda
cogió a la hija por la
mano y la llevó hasta el
coche. Con mala cara, la
niña miraba por la
ventana.
El coche dejó las calles
de mayor movimiento,
encaminándose para un
barrio en la periferia.
¿Adónde irían? – pensó
Silvia.
Estacionaron en una
calle muy pobre. Las
casas eran miserables,
las personas sucias y
mal vestidas. En las
calles, no había aceras
ni asfalto. Los niños
jugaban en la tierra, en
medio los pozos de barro
mal oliente.
Silvia sintió enojo.
¡Qué lugar tan horrible!
La madre parecía no
notar tanta suciedad.
Caminaba serena,
saludando a las personas
con una sonrisa
amistosa.
Delante de una casa
paró. Tocó en la puerta
y alguien fue a abrir.
Era una mujer toda
despeinada, el rostro
sucio y ropas
remendadas.
- Buenos días. Vinimos a
hacerle una visita.
El semblante de la dueña
de la casa se iluminó al
ver a la recién llegada.
- ¡Doña Olinda! ¡Qué
placer tenerla en
nuestra casa! ¡Entre!
¡Entre!
Silvia se extrañó. Nunca
pensó que su madre
tuviese relación con
“ese populacho”.
Entraron. La vivienda
era muy pequeña.
En la sala, que también
servía de dormitorio,
Silvia vio una cama.
Aproximándose curiosa.
 |
Una niña que parecía
tener su edad, estaba
echada.
- ¿Ella está enferma? –
preguntó sorprendida.
- Marcia, cuando era
bebé, estuvo muy
enferma. A partir de
ahí, no salió más de la
cama.
No anda, no habla, no
ve. Sólo oye.
Tengo que darle la
comida en la boca. Hace
las necesidades ahí
mismo, por eso no hay
ropa que aguante. Ahora
mismo, ya está mojada.
Hizo pipi y necesito
cambiarla.
|
Silvia se quedó mirando
a aquella niña que allí
estaba echada, sin poder
salir de la cama, jugar,
ir a la escuela o
pasear. Sus ojos se
llenaron de lágrimas y
sintió el corazón
inundarse de compasión.
En ese momento oyó que
su madre decía:
- María, traigo cosas
alimenticias, leche y
dulces; para Marciña,
ropas y zapatos. Además
de eso, coja este
dinero. No es mucho,
pero será lo suficiente
para pagar las facturas
del agua, electricidad y
comprar gas. Si necesita
de alguna cosa más,
avíseme. Sé que usted
está sola y no puede
trabajar porque tiene
que cuidar de Marcia.
La pobre mujer no cabía
en sí de felicidad. Con
lágrimas en los ojos lo
agradeció, conmovida:
- Doña Olinda, fue Jesús
quien envió a la señora.
¡Dios se lo pague! Nunca
ha de faltar nada para
la señora y para su
hija.
Se despidieron. Entrando
en el coche, iniciaron
el camino de vuelta.
Llegando al centro de la
ciudad, olinda preguntó:
- ¿Quieres hacer compras
ahora, hija mía?
Silvia enjugó una
lágrima y movió la
cabeza:
- No, mamá.
Descubrí que no necesito
nada. Ya tengo
demasiado.
El resto del trayecto la
niña se mantuvo callada.
Más tarde, Silvia llamó
a su madre al cuarto.
Dos cajas de cartón se
encontraban en medio de
la habitación,
abarrotadas de ropas,
calzados y juguetes. Con
una sonrisa radiante,
Silvia preguntó:
- ¿Qué piensas, mamá, de
llevar todas estas cosas
para Marciña? Al final,
no las necesito.
Tengo seguridad de que,
allá, tendrán mucho más
utilidad. También tengo
algunos libros que
quiero dar. Como ella
oye, quiero leer para
ella.
Olinda abrazó a la hija
con cariño. La lección
fue bien aprovechada.
Ahora estaba segura de
que Silvia jamás
volvería a ser la misma
niña exigente y egoísta.
- Tienes toda la razón,
querida. Hoy mismo
llevaremos todo para
Marciña. ¡A ella le va a
encantar!
Tía Célia
|