Elisa, de once años, era
una niña que le gustaba
ayudar a todo el mundo.
Fuera niño, adulto,
anciano, ella no hacía
distinción. Si pudiera
hacer alguna cosa por la
persona, no dejaba pasar
la oportunidad.
Además de eso, también
le gustaban los animales
y las plantas. Cuando
veía un perro abandonado
en la calle, lo traía
inmediatamente para
casa; delante de una
plantita seca,
inmediatamente cogía
agua para mojarla.
Sus
padres, personas muy
buenas, la educaron
desde pronto en la
observancia del
Evangelio de Jesús.
Todas las semanas, en un
día acordado, ellos
hacían el estudio del
Evangelio en el Hogar,
con gran satisfacción y
aprovechamiento de la
niña.
Cierto día, sin embargo,
la madre salió para
visitar a una amiga que
vivía en la periferia, y
llevó a la hija. En el
trayecto, encontraron un
chico muy pobrecito y
Elisa lo saludó:
— ¿Cómo vas, José? ¿Y la
familia? ¡Mira, mamá!
¿Estás viendo esa
camiseta? ¡Fui yo que se
la di a
José!...
Con la cabeza baja,
avergonzado, el chico
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respondió:
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— ¡Nosotros vamos bien,
Elisa, gracias a Dios! —
y siguió adelante.
Más adelante, Elisa vio
a una señora que tendía
unas ropas y llamó la
atención de la madre:
— ¿Reconoces el vestido
que aquella señora está
vistiendo? ¡Era
tuyo, mamá!
La mujer, habiendo oído,
balanceó la cabeza con
expresión enfadada y
dijo:
Tienes razón, Elisa. Fue
usted que me dio este
vestido, y yo se lo
agradezco. ¡Muchas
gracias! La señora tiene
una hija muy buena, doña
Fátima —
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completó
dirigiéndose a
la madre.
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— Estoy contenta que le
haya servido, Ana. Así,
cuando tenga otros,
podré traerle — dijo la
madre de Elisa con una
sonrisa.
Volviendo la esquina,
Elisa se encontró con
otra niña que había
ayudado, después fue un
hombre, y así por
delante. Ahora era un
par de calzados, ropas o
juguetes.
La madre, a cada nueva
mención, se sentía más
cohibida que las
personas citadas por la
hija.
Al llegar a la dirección
a donde Fátima
necesitaba ir, ella
conversó con la dueña de
la casa, una modista
amiga suya a quien
acostumbraba llevar
trabajo, y volvieron. La
madre quería decir algo
a la hija, pero pensó
mejor esperar a llegar a
la casa para conversar
tranquilamente.
Alberto, el padre de
Elisa, ya las aguardaba
para el Evangelio en el
Hogar. Se sentaron a la
mesa, Elisa hizo la
plegaria inicial y el
padre abrió el
Evangelio. La página
era: “Hacer el bien sin
ostentación”. Después de
la lectura, la madre
preguntó si la hija
había entendido la
lección, que fuera
providencial, a lo que
ella respondió:
— Más o menos, mamá.
¿Qué quiere decir “que
la mano izquierda no
sepa lo que hace la
derecha?”... ¡Ellas
están tan cerca que es
imposible que eso
ocurra!...
— Se trata de un sentido
figurado, Elisa. Jesús
quiso enseñarnos a ser
discretos al practicar
la caridad. Es decir,
que, al hacer el bien,
no salgamos a divulgar
lo que hicimos.
¿Entendiste, hija?
— ¿Pero por qué?
— Si las personas a
quienes hacemos el bien
nos lo agradecen,
estaremos pagados. Ya
recibimos por lo que
hicimos. Dios no nos
dará la recompensa por
nuestra buena acción —
completó el padre.
Elisa quedó pensativa,
después miró para la
madre y preguntó:
— ¿Quieres decir que
actué mal hoy, no es,
mamá?
— No, Elisa. Pero sería
mejor si te hubieras
callado delante de las
personas a quien ayudo.
¿Qué piensas de la
reacción de ellas? —
Fátima dijo, mirando a
la hija con cariño.
La niña pensó un poco y
comentó:
— ¡Encontré extraña la
reacción de mis amigos!
No parecían estar
contentos!...
— Eso mismo, Elisa.
Colócate en la posición
de ellos. ¿Si tú
estuvieras vistiendo
ropas o calzados viejos,
que recibió de alguien
por no poder comprar,
quedarías satisfecha si
la persona que te dio
comentara el hecho?
— No, mamá. Creo que me
sentiría muy
avergonzada, incómoda...
— Exactamente, Elisa.
Nadie queda contento en
una situación de esas,
hija. Por eso, lo mejor
es hacer el bien y
olvidar. La persona
beneficiada siempre irá
a recordar, y es en eso
que consiste el mérito
de quien ayuda. Dios,
que todo sabe y todo ve,
dará la recompensa que
merecemos.
— Tienes toda la razón,
mamá. ¿Debo pedir
disculpas a ellos por lo
que yo hice?
Fátima, inmediatamente,
levantó las manos,
sonriendo:
— ¡No!... De modo
alguno, hija; tus
disculpas sólo harían
que ellos volvieran a
recordar lo que ocurrió.
Es como si tú apretaras
el cuchillo en una
herida abierta, que iría
a doler de nuevo. Basta
no tocar más el asunto.
— Entendí, mamá. Y que
Dios me perdone por lo
que yo hice, aún sin
saber.
— No te preocupes. Dios
es nuestro Padre, hija
mía, y nos envuelve
siempre con mucho amor.
Además de eso, Él sabe
que tú no lo hiciste por
mal.
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
Rolândia-PR, aos
7/01/2013.)
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