La madrecita paseaba en
la calle con el hijo,
que protestaba de todo.
Todas las tareas le
pesaban y a él le
gustaría de no hacer
nada. Perezoso, él sólo
se interesaba por los
juegos y divertimentos.
En este caso, estaba
siempre contento,
risueño y dispuesto.
Preocupada con la
actitud del hijo y
deseando ayudarlo, la
madre seguía pensativa
hasta que, llegando a
una plaza, tuvo una
idea. Pidió al chico que
observara una estatua,
que representaba el
fundador de la ciudad, y
preguntó:
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— Felipe, ¿qué crees que
el metal sintió al verse
llevado al fuego para
ser moldeado por el
artista? Si fueras tú,
¿cómo te sentirías?
— Ah, yo iría a gritar y
llorar mucho. ¡¿Imaginas
el fuego quemándome y
derritiendo?!...
— Sin embargo, al ver
esta linda estatua,
admiramos el talento del
artista que la moldeó.
Andando un poco más, en
un arbusto, el niño vio
una fea oruga que se
arrastraba con
dificultad.
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— ¡Mira, mamá! ¡Que
bicho horroroso! ¡Voy a
matarlo! — y cogiendo
una piedra del suelo, él
levantó el brazo en
dirección a la oruga.
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La madre lo impidió,
explicando:
— ¡No hagas eso, hijo
mío! Es un ser de la
Naturaleza haciendo su
trabajo, Felipe. La
oruga sufre, pero se
modifica, cumpliendo su
tarea. Deja su cuerpo
deforme y se transforma
en una linda mariposa,
¡como aquella que vuela
ahora en el cielo!
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El niño estaba
sorprendido y
maravillado.
— ¿Es verdad, mamá?
¿Aquella oruga horrible
será mariposa un día?
— Sí, Felipe. Todos
nosotros tenemos nuestra
misión. ¡Mira aquella
obra de arte allí
delante!
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Y la madre mostró al
hijo, en otro lugar de
la misma plaza, un gran
libro abierto todo de
mármol, sobre un
pedestal, y explicó:
— El autor, con esta
obra, deseó homenajear
la Biblia. ¿Qué crees
que el mármol sintió al
verse herido por el
buril, el instrumento de
acero que el artesano
usa para trabajar el
mármol, moldeándolo?
— ¡Ah! ¡Si fuera yo, no
dejaría que me hirieran
así! — respondió el
chico. |
— Pues dejarías de ser
esta linda obra de arte
que es admirada por
todos.
Llegando al final de la
plaza, tomaron el rumbo
a casa. Al llegar, la
madre llevó a Felipe
hasta el jardín y,
cogiendo una semilla,
abrió un pequeño boquete
y la depositó allí,
cubriéndola de tierra.
— ¿Y qué hallas de esa
semilla que planté, hijo
mío? ¿Qué sentirías tú
si fueras ella?
El niño inmediatamente
se imaginó en lo oscuro,
apretado y cubierto de
tierra húmeda.
— ¡Ah, mamá! Yo no
aceptaría ser una
semilla y ser enterrada.
¡Ni
pensar!
La madre sonrió y,
mostrando un gran árbol
cubierto por bellas
flores liliáceas, dijo:
— ¡Pues, hijo mío, tú
perderías la oportunidad
de ser como este lindo
árbol aquí! Y dejarías
de tener el placer de
oír a las personas,
encantadas con su
belleza, elogiando las
lindas flores que lo
cubren.
Felipe quedó pensativo
por momentos. La madre
abrazó al hijo y
explicó:
— Hijo mío, en la vida,
todos nosotros tenemos
una tarea que realizar.
Cada uno servirá en el
área a que fue llamado,
esparciendo el bien en
todos los lugares. Los
minerales, las plantas,
los animales y los seres
humanos tienen funciones
diferentes, pero todas
son importantes.
— Pero... ¿Y los
insectos?
— Los insectos son muy
útiles. Destruyen las
plagas que atacan las
plantas en las siembras.
En la Naturaleza, todo
es importante, hijo,
porque todo es obra de
Dios.
El niño quedó pensativo.
La madre aprovechó para
concluir:
— Por eso, debemos
siempre hacer nuestra
parte, mostrando
esfuerzo y dedicación.
Dios sabrá reconocer los
méritos de cada uno de
nosotros.
— Está bien, mamá. Eso
quiere decir que debo
realizar “mis tareas”,
en la escuela y en
casa... – dijo el niño
mostrando que había
entendido.
— Exactamente, Felipe.
Instruirse, aprender,
crecer, todo eso sólo tú
puedes hacer por ti
mismo. ¡Y en las horas
libres, jugar,
divertirse y pasear
también es importante!
Sin embargo todo tiene
una hora cierta.
El niño abrazó a la
madre con inmenso
cariño.
Felipe estaba seguro de
que, a partir de aquel
día, no protestaría más
de nada.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo em
Rolândia-PR, aos
18/02/13.)
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