Continuamos el estudio
metódico de “El
Evangelio según el
Espiritismo”, de Allan
Kardec, la tercera de
las obras que componen
el Pentateuco
Kardeciano, cuya primera
edición fue publicada en
abril de 1864. Las
respuestas a las
preguntas sugeridas para
debatir se encuentran al
final del texto.
Preguntas para debatir
A. ¿Cómo
debe ser el perdón
verdadero y qué efectos
que derivan de él?
B. ¿Cuál
es la causa de la
mayoría de los casos de
obsesión?
C. ¿Qué
defecto moral se
considera el principal
obstáculo para el
progreso?
D. ¿Por
qué debemos tener
indulgencia para con los
demás?
Texto para la lectura
145. ¡Ay
del Espíritu perezoso!,
¡ay de aquél que cierra
su entendimiento!,
porque toda resistencia
orgullosa, tarde o
temprano, deberá ser
vencida. (Cap. IX ítem
8, Lázaro)
146. El
orgullo os lleva a
creeros más de lo que
sois, a no soportar una
comparación que os pueda
rebajar, a consideraos
por el contrario tan por
encima de vuestros
hermanos, ya sea en
espíritu o en posición
social, que el menor
paralelo os irrita.
¿Qué sucede entonces? Os
entregáis a la cólera.
(Cap. IX, ítem 9, un
Espíritu protector)
147.
Buscad el origen de esos
accesos de demencia
pasajera que os asemejan
al salvaje, haciéndoos
perder la calma y la
razón; buscad, y casi
siempre os encontraréis
con el orgullo herido.
¿Qué es lo que os hace
rechazar, coléricos, los
más prudentes consejos,
sino es el orgullo
herido?
(Cap.
IX, ítem 9, un Espíritu
protector)
148. En
su frenesí, el hombre
colérico se vuelve
contra todo: la
naturaleza, los objetos
inanimados, que rompe
porque no le obedecen.
¡Ah! ¡Si en esos
momentos pudiese
observarse con
serenidad, tendría miedo
de sí mismo o se vería
muy ridículo! Que
imagine, entonces, ¡qué
impresión producirá en
los demás!
(Cap. IX,
ítem 9, un Espíritu
protector)
149. Si
el hombre meditara que
la cólera no remedia
nada, que le altera su
salud y hasta compromete
su vida, reconocería que
él mismo es su primera
víctima. Pero otra
consideración, sobre
todo, debería detenerlo:
que hace infelices a los
que le rodean. El
espírita tiene, a su
vez, otro motivo para
esforzarse en dominarla,
porque sabe que la
cólera es contraria a la
caridad y la humildad
cristianas.
(Cap. IX,
ítem 9, un Espíritu
protector)
150. El
individuo propenso a
encolerizarse se
disculpa casi siempre
alegando su
temperamento. En vez de
confesarse culpable,
echa la culpa a su
organismo, acusando de
esta manera a Dios de
sus propias faltas, lo
que es una consecuencia
del orgullo que nutre, e
impregna todas sus
imperfecciones.
(Cap. IX,
ítem 10, Hahnemann)
151.
Indudablemente hay
temperamentos que se
prestan más que otros a
los actos violentos,
como hay músculos más
flexibles que se prestan
mejor a las actividades
de fuerza. Pero no
creáis que allí resida
la causa primera de la
cólera y persuadíos de
que un Espíritu
pacífico, incluso en un
cuerpo bilioso, será
siempre pacífico, y que
un Espíritu violento aun
en un cuerpo linfático,
no será por ello manso;
sólo que la violencia
tomará otro carácter. El
cuerpo no da cólera a
aquél que no la tiene,
del mismo modo que
tampoco da los otros
vicios. Todas las
virtudes y todos los
vicios son inherentes al
Espíritu. Convenceos,
pues, de que el hombre
se mantiene vicioso
porque quiere permanecer
vicioso, y de que aquél
que quiere corregirse
siempre puede hacerlo.(Cap.
IX, ítem 10, Hahnemann)
152.
“Bienaventurados los que
son misericordiosos,
porque alcanzarán
misericordia”, dijo
Jesús. La misericordia
es el complemento de la
dulzura, porque aquél
que no sea
misericordioso no podrá
ser manso y pacífico.
Ésta consiste en el
olvido y el perdón de
las ofensas. El olvido
de las ofensas es propio
del alma elevada; el
odio y el rencor señalan
al alma sin elevación ni
grandeza. (Cap. X, ítems
1 y 4)
153. “Si
perdonáis a los hombres
las faltas que
cometieron contra
vosotros, también
vuestro Padre celestial
os perdonará vuestros
pecados; - pero si no
perdonáis a los hombres
cuando os hayan
ofendido, vuestro Padre
celestial tampoco os
perdonará los pecados”,
he aquí las palabras de
Jesús. Ay de aquél que
dice: no perdonaré
nunca. Ese, si no es
condenado por los
hombres, lo será por
Dios. ¿Con qué derecho
reclamará el perdón de
sus propias faltas si no
perdona las de los
otros? Jesús nos enseña
que la misericordia no
debe tener límites,
cuando dice que cada uno
perdone a su hermano, no
siete veces, sino
setenta veces siete
veces. (Cap. X, ítems 2
y 4)
154. Hay
dos maneras muy
diferentes de perdonar:
una es grande, noble,
verdaderamente generosa,
sin segunda intención,
que evita con delicadeza
herir el amor propio y
la susceptibilidad del
adversario; la segunda
es aquella en la que el
ofendido, o quien así se
considera, impone al
otro condiciones
humillantes y le hace
sentir el peso de un
perdón que irrita en vez
de calmar. En tales
circunstancias, es
imposible una
reconciliación sincera
entre ambas partes. En
toda contienda, aquél
que se muestra más
conciliador, que
demuestra más
desinterés, caridad y
verdadera grandeza del
alma se granjeará
siempre la simpatía de
las personas
imparciales. (Cap. X,
ítem 4)
155. La
muerte no nos libra de
nuestros enemigos; los
Espíritus vengativos
persiguen muchas veces
con su odio a aquellos a
quienes guardan rencor;
de donde viene la
falsedad del proverbio
que dice: “Muerto el
animal, muerto el
veneno”, cuando se
aplica al hombre. El
Espíritu malo espera que
aquél, a quien quiere
mal, esté preso a su
cuerpo y por lo tanto
menos libre, para
atormentarlo más
fácilmente y herirlo en
sus intereses o en sus
más queridos afectos. En
ese hecho reside la
causa de la mayoría de
los casos de obsesión,
sobre todo de los que
presentan cierta
gravedad, como la
subyugación y la
posesión. (Cap. X, ítem
6)
Respuestas a las
preguntas propuestas
A. ¿Cómo
debe ser el perdón
verdadero y qué efectos
que derivan de él?
Hay dos
maneras muy diferentes
de perdonar: hay el
perdón de los labios y
el perdón del corazón.
El perdón verdadero, o
perdón del cristiano, es
aquél que lanza un velo
sobre el pasado, y esto
es lo único que nos será
tomado en cuenta, porque
Dios no se satisface con
las apariencias. Él
sondea el fondo del
corazón y nuestros más
secretos pensamientos.
Nadie le engaña con
palabras vanas y
simulacros. Según Pablo
(Espíritu), el olvido
completo y absoluto de
las ofensas es propio de
las grandes almas; el
rencor es siempre signo
de bajeza y de
inferioridad. “No
olvides que el verdadero
perdón se reconoce en
los actos mucho más que
en las palabras”.
(El
Evangelio según el
Espiritismo”, capítulo
X, ítems 5, 6 y 15)
B. ¿Cuál
es la causa de la
mayoría de los casos de
obsesión?
La
muerte, como sabemos, no
nos libra de nuestros
enemigos; los Espíritus
vengativos persiguen
muchas veces con su
odio, más allá de la
tumba, a aquellos contra
los que guardan rencor,
de donde viene la
falsedad del proverbio
que dice: “Muerto el
animal, muerto el
veneno”, cuando se
aplica al hombre. El
Espíritu malo espera que
aquél a quien quiere
mal, esté preso a su
cuerpo, y así menos
libre, para atormentarlo
más fácilmente, herirlo
en sus intereses o en
sus más queridos
afectos. En este hecho
reside la causa de la
mayoría de los casos de
obsesión, sobre todo de
los que presentan cierta
gravedad, como son los
casos de subyugación y
posesión. El obseso y el
poseso son, pues, casi
siempre víctimas de una
venganza cuyo motivo se
encuentra en una
existencia anterior, y a
la cual el que la sufre
dio lugar por su
proceder.
(Obra
citada, capítulo
X, ítem
6. Ver también el ítem
81 del cap. XXVIII.)
C. ¿Qué
defecto moral se
considera el principal
obstáculo para el
progreso?
El
orgullo. Padre de muchos
vicios, el orgullo es
también la negación de
muchas virtudes. Se
encuentra en la base y
como móvil de casi todas
las acciones humanas.
Esa es la razón por la
que Jesús se empeñó
tanto en combatirlo,
como el principal
obstáculo para el
progreso.
(Obra
citada, capítulo
X, ítem
10.)
D. ¿Por
qué debemos tener
indulgencia para con los
demás?
Debemos
ser indulgentes para con
todos, porque la
indulgencia atrae,
calma, eleva, mientras
que el rigor desanima,
aleja e irrita. La
indulgencia constituye
para nosotros un deber
porque no hay nadie que
no necesite para sí
mismo de indulgencia,
que nos recomienda que
no debemos juzgar a
los demás con más
severidad de la que nos
juzgamos a nosotros
mismos, ni condenar en
otros aquello que
disculpamos en nosotros.
Antes de reprochar a
alguien una falta,
veamos si la misma
censura se nos puede
hacer a nosotros.
La
indulgencia no ve los
defectos de los demás o,
si los ve, evita hablar
de ellos, difundirlos.
Al contrario, los oculta
a fin de que sean
conocidos sólo por ella,
y si la malevolencia los
descubre, tiene siempre
una excusa lista para
ellos, excusa plausible,
seria, no de las que con
la apariencia de atenuar
la falta, la hacen más
evidente con pérfida
intención.
La indulgencia en fin
jamás se ocupa de los
malos actos de los
demás, a menos que sea
para prestar un
servicio; pero, incluso
en este caso, tiene el
cuidado de atenuarlos
tanto como le es
posible.
(Obra citada, capítulo
X, ítems 11, 12, 13 y
16.)
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