Un hombre poseía una
parcela y vivía en el
campo entregado a sus
actividades en el
cuidado de la tierra.
Con el pasar del tiempo,
cada vez más José se
enriquecía, dando una
vida confortable a su
esposa Rita y a los
hijos Rubens y Cláudio.
Construyo una casa nueva
bien grande, había hecho
un bello jardín y el
huerto
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daba frutos en
abundancia.
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Ahora nada faltaba para
José y Dios le daba
siempre más. Tenía
muchos empleados y no
necesitaba trabajar. Sus
hijos estudiaban en
buenos colegios en la
ciudad y casi no
aparecían más en la casa
de campo. Para Rita,
también habían terminado
los días difíciles y,
aún gustando de
trabajar, ahora sólo
descansaba, dando
ordenes a la empleada.
De ese modo, por las
facilidades que encontró
en la vida, José se hizo
duro de corazón.
Cuando alguien le pedía
una moneda, él
respondía:
—
Ahora con esa, haga cómo
yo hice. ¡Vaya a
trabajar!
El huerto estaba siempre
cargado de frutos, pero
si un niño le pedía una
fruta para comer, José
decía:
— ¡Planta las semillas,
como yo hice, y tendrás
todas las frutas que
quieras!
Cuando pasaba una pobre
mujer con un niño
hambriento en los
brazos, suplicando la
misericordia de un
pedazo de pan, José
afirmaba indiferente:
— No puedo. Tengo mi
familia que cuidar.
Así, con el tiempo,
nadie más se atrevía a
pedirle ninguna cosa,
quedando José conocido
como avariento, y todos
cuantos se referían a él
lo llamaban “Pan Duro”.
Los años pasaron y José
se hizo viejo, sin
energía para dirigir a
los empleados de la casa
de campo, que ya no
trabajaban más como
antes.
De ese modo, la tierra
no producía con tanta
abundancia y José
necesitó dispensar a los
empleados, por no tener
dinero para pagarlos. En
todo en la propiedad se
veía falta de cuidados,
pobreza, relajamiento.
La linda casa se hubo
estropeado por falta de
cuidados; las cercas
estaban rotas y los
animales huían del pasto
sin estar quién se
preocupara en traerlos
de vuelta.
Los hijos Rubens y
Cláudio se vieron
obligados a volver para
la casa de campo, por no
tener más condición de
vivir en la ciudad.
Ahora, la familia no
tenía ni qué comer y
pasaban necesidad.
Y José, sentado en la
baranda, acordándose de
los tiempos de
abundancia, pensaba:
— ¡Ah! ¡Cuánto dinero,
cuantas monedas yo tuve!
Ahora, si hubiera una
sola estaría contento.
Y José, sentado en la
baranda, acordándose de
los tiempos de
abundancia, pensaba:
— ¡Cuánta abundancia
había en el huerto! Sin
embargo, ahora con
algunas naranjas yo me
sentiría satisfecho.
— ¡Cuánta comida
teníamos nosotros,
llegando a tirar fuera!
Hoy, un pan saciaría
nuestra hambre.
Pensando así, José se
acordaba de las personas
pobres que le tocaban a
la puerta suplicando una
moneda, una fruta, un
plato de comida o un
pedazo de pan, que él
negaba.
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Lágrimas de
arrepentimiento tardío
mojaban sus ojos,
recordando las frutas
que se pudrían en el
suelo, la comida que se
estropeaba y que iba
para la basura, el pan
que endurecía sin ser
comido. Él había
recibido tantas dádivas
de Dios, y nada había
dividido con nadie. En
lágrimas amargas, José
se acordaba de la
recomendación de Jesús
de hacer a los otros lo
que deseamos que ellos
nos hagan, y lamentaba
el tiempo perdido.
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Ahora el se acordaba de
Dios y suplicaba, con
los ojos vueltos para el
Cielo: |
— ¡Señor, dame otra
oportunidad! Sé que hice
todo equivocado, pero me
gustaría actuar
diferente. Reconozco que
perdí mi existencia,
pero como el trabajador
que pierde el día de
servicio tiene la
oportunidad de
recomenzar al día
siguiente, yo te suplico
Mí Padre una nueva
oportunidad de poder
recomenzar y hacer todo
diferente, procurando
acertar.
José cerró los ojos y
partió para el Mundo
Espiritual, la Verdadera
Vida del Espíritu.
Y el Señor, que es Padre
amoroso y atiende a las
súplicas de sus hijos,
accedió a su pedido,
entendiéndole el deseo
de mejorar.
Algunos años después, en
la antigua casa de José
todos estaban felices.
Vivían otros tiempos.
Los hijos Rubens y
Cláudio, no teniendo que
donde sacar recursos,
comenzaron a trabajar en
la casa de campo,
aprovechando las tierras
y haciéndolas producir
nuevamente. Rita ahora
tomaba cuenta de la casa
con amor, sintiéndose
más feliz y realizada.
Rubens, el más mayor,
inmediatamente comenzó a
enamorar a una buena
chica y se casó. Algún
tiempo después, estaban
conmemorando el
nacimiento del primer
hijo de la pareja.
Tomando el recién nacido
en los brazos, la abuela
Rita, ahora con cabellos
blancos, sintió su
corazón alegrarse con el
primer nieto,
envolviéndolo con amor.
— Hijo mío, ¿tú ya
escogiste el nombre de
él?
Rubens intercambió una
mirada con la esposa,
sonrió e informó:
— Sí, mamá. ¡Nuestro
hijo se llamará José!
Con lágrimas en los
ojos, Rita miró al
recién nacido,
apretándolo aún con más
amor, y le pareció que
el pequeño le sonreía.
Aquellos ojitos hacían
que se acordara del
marido fallecido.
Irguiendo la frente para
lo Alto,
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sintiendo
íntimamente que
era su marido
que volvía en un
nuevo cuerpo,
para aprender la
lección del
desprendimiento
y de la caridad,
ella murmuró: |
— ¡Gracias, Señor! ¡Muchas
gracias!
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo em
Rolândia-PR, aos
25/3/2013.)
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