Continuamos el estudio
metódico de “El
Evangelio según el
Espiritismo”, de Allan
Kardec, la tercera de
las obras que componen
el Pentateuco
Kardeciano, cuya primera
edición fue publicada en
abril de 1864. Las
respuestas a las
preguntas sugeridas para
debatir se encuentran al
final del texto.
Preguntas
para debatir
A. ¿Cómo
se considera el egoísmo
en el Espiritismo?
B. ¿En
qué consiste la
verdadera caridad?
C. ¿Cómo
entender la lección de
Jesús sobre el amor a
nuestros enemigos?
D.
¿Cuáles son las razones
por las que nos
recomiendan el perdón,
la indulgencia y el amor
a los enemigos?
Texto para la lectura
166.
“¿Será reprochable
observar las
imperfecciones de los
demás cuando de ello no
pueda resultar ningún
provecho, incluso cuando
no sean divulgadas?”
– Todo depende de la
intención. Por cierto, a
nadie se le impide ver
el mal cuando éste
existe. Habría incluso
inconveniente en ver en
todas partes sólo el
bien. Semejante ilusión
perjudicaría el
progreso. El error está
en hacer que la
observación redunde en
detrimento del prójimo,
desacreditándolo sin
necesidad ante la
opinión general.
Igualmente reprensible
sería hacerlo sólo para
dar rienda suelta a un
sentimiento de
malevolencia y a la
satisfacción de
encontrar en falta a los
demás.
(Cap. X,
ítem 20, San Luis)
167.
Sucede todo lo contrario
cuando, extendiendo un
velo sobre el mal, para
que el público no lo
vea, aquél que note los
defectos del prójimo lo
haga en provecho
personal, es
decir,
para ejercitarse en
evitar lo que reprueba
en los demás. (Cap. X,
ítem 20, San Luis)
168.
“Haced a los hombres lo
que queráis que ellos
hagan con vosotros, pues
en esto consiste la ley
y los profetas”.
(Mateo, cap. VII, v. 12).
“Tratad a los hombres
como quisiereis que
ellos os traten”
(Lucas, cap. VI, v. 31).
La práctica de estas
máximas tiende a la
destrucción del egoísmo.
Cuando las adopten por
regla de conducta y por
base de sus
instituciones, los
hombres comprenderán la
verdadera fraternidad y
harán que reine entre
ellos la paz y la
justicia. Entonces no
habrá ya odios ni
disensiones, sino sólo
unión, concordia y
benevolencia mutua.
(Cap. XI, ítems 2 y 4)
169.
“Mostradme una de las
monedas que se dan en
pago del tributo. Y
presentándole ellos un
denario, preguntó Jesús:
¿De quién son esta
imagen y esta
inscripción? – De César,
respondieron ellos.
Entonces, les dijo
Jesús: Dad, pues, a
César lo que es de César
y a Dios lo que es de
Dios”.
(Mateo,
cap.
XXII, vv. 15 a 22). La
pregunta propuesta a
Jesús – si estaba
permitido pagar el
tributo a César – fue
motivada por el hecho de
que los judíos, que
aborrecían el tributo
que Roma les imponía,
habían hecho del pago de
ese tributo una cuestión
religiosa. Había, pues,
en la pregunta una
trampa, porque los que
la formulaban pretendían
incitar contra Él, a la
autoridad romana o a los
judíos disidentes.
Jesús, conociendo su
malicia, eludió la
dificultad y les dio una
lección de justicia, al
enseñar que se debe dar
a cada uno lo es debido.
(Cap.
XI, ítems
5 y 6)
170. La
máxima: “Dad al César
lo que es del César”
no debe ser entendida de
manera restrictiva y
absoluta. Como en todas
las enseñanzas de Jesús,
hay en ella un principio
general, resumido bajo
una forma práctica y
usual, y deducido de una
circunstancia
particular. Ese
principio es consecuente
con aquél otro según el
cual debemos proceder
con los demás como
queremos que ellos
procedan con nosotros.
Condena, pues, todo
perjuicio material y
moral que se pueda
causar a otros, toda
postergación de sus
intereses, y prescribe
el respeto a los
derechos de cada uno,
como cada uno desea que
se respeten los
suyos.
(Cap. XI, ítem 7)
171. El
amor resume toda la
doctrina de Jesús,
porque ése es el
sentimiento por
excelencia, y los
sentimientos son los
instintos elevados a la
altura del progreso
realizado. En su origen,
el hombre sólo tiene
instintos; cuanto más
avanzado y corrompido,
sólo tiene sensaciones;
cuando es instruido y
purificado, tiene
sentimientos. Y el punto
delicado del sentimiento
es el amor, no el amor
en el sentido vulgar de
la palabra, sino ese sol
interior que condensa y
reúne en su ardiente
núcleo todas las
aspiraciones y todas las
revelaciones
sobrehumanas. (Cap. XI,
ítem 8, Lázaro)
172.
Cuando Jesús pronunció
la palabra divina – amor
-, los pueblos se
estremecieron y los
mártires, embriagados de
esperanza, descendieron
al circo. A su vez, el
Espiritismo viene a
pronunciar una segunda
palabra del alfabeto
divino. Estad atentos,
pues, que esa palabra
levanta la lápida de las
tumbas vacías, y la
reencarnación,
triunfando de la muerte,
revela a las criaturas
deslumbradas su
patrimonio intelectual.
(Cap. XI, ítem 8,
Lázaro)
173. Los
instintos son la
germinación y los
embriones del
sentimiento; traen
consigo el progreso,
como la bellota encierra
en sí a la encina, y los
seres menos adelantados
son los que, emergiendo
poco a poco de sus
crisálidas, se mantienen
esclavizados a sus
instintos. El Espíritu
necesita ser cultivado,
como un campo. Toda la
riqueza futura depende
de la labor del
presente, que os traerá
mucho más que bienes
terrenos: la gloriosa
elevación. Entonces,
comprendiendo la ley de
amor que une a todos los
seres, buscaréis en ella
los suaves goces del
alma, preludios de las
alegrías celestes. (Cap.
XI, ítem 8, Lázaro)
174. El
amor es de esencia
divina y todos vosotros,
desde el primero hasta
el último, tenéis en el
fondo del corazón la
chispa de ese fuego
sagrado. Es un hecho que
ya habéis podido
comprobar muchas veces:
el hombre, por más
abyecto, vil y criminal
que sea, consagra a un
ser o un objeto un
afecto vivo y ardiente,
a prueba de todo cuanto
tienda a disminuirlo y
que, a menudo, alcanza
proporciones sublimes.
(Cap. XI, ítem 9,
Fénelon)
175. Dijo
Jesús: “Amad a vuestro
prójimo como a vosotros
mismos”. Ahora bien,
¿cuál es el
límite en
relación al prójimo?
¿Será la familia, la
secta, la nación? No; es
toda la Humanidad. (Cap.
XI, ítem 9, Fénelon)
176. Los
efectos de la ley del
amor son el mejoramiento
moral de la raza humana
y la felicidad durante
la vida terrestre. No
creáis en la esterilidad
y en el endurecimiento
del corazón humano; a su
pesar, él cede al amor
verdadero. El contacto
de ese amor vivifica y
fecunda los gérmenes que
de él existen, en estado
latente, en vuestros
corazones.
(Cap. XI,
ítem 9, Fénelon)
Respuestas a las
preguntas propuestas
A. ¿Cómo
se considera el egoísmo
en el Espiritismo?
El
egoísmo es una llaga de
la Humanidad y por eso
debe desaparecer de la
Tierra, cuyo progreso
moral impide. Es el
objetivo hacia el cual
todos los verdaderos
creyentes deben apuntar
sus armas, dirigir sus
fuerzas, su coraje. Que
cada uno, pues, ponga
todos sus esfuerzos en
combatirlo en sí mismo,
seguro de que ese
monstruo devorador de
todas las inteligencias,
ese hijo del orgullo, es
el causante de todas las
miserias del mundo
terreno y la negación de
la caridad, motivo por
el cual, es el mayor
obstáculo para la
felicidad de los
hombres.
Con el
egoísmo y el orgullo,
que se dan la mano, la
vida será siempre una
carrera en la que
vencerá el más astuto,
una lucha de intereses
en la que serán
pisoteados los más
santos afectos, donde ni
siquiera los sagrados
lazos de la familia
merecerán respeto.
(El
Evangelio según el
Espiritismo, capítulo
XI, ítems 11 y 12.)
B. ¿En
qué consiste la
verdadera caridad?
La
verdadera caridad, que
constituye una de las
más sublimes enseñanzas
que Dios ha dado al
mundo, no consiste sólo
en la limosna que damos,
ni incluso en las
palabras de consuelo que
agreguemos. No; no es
sólo eso lo que Dios
quiere de nosotros. La
caridad sublime, que
Jesús enseñó, también
consiste en la
benevolencia que
practiquemos siempre y
en todas las cosas para
con nuestro prójimo.
(Obra
citada, capítulo XI,
ítems 13 y 14.)
C. ¿Cómo
entender la lección de
Jesús sobre el amor a
nuestros enemigos?
Si el
amor al prójimo
constituye el principio
de la caridad, amar a
los enemigos es la más
sublime aplicación de
ese principio, porque la
posesión de tal virtud
representa una de las
más grandes victorias
alcanzadas contra el
egoísmo y el orgullo.
Sin embargo, por lo
general hay una
equivocación acerca del
sentido de la palabra
amar referida en esa
enseñanza. Al expresarse
así, Jesús no pretendió
que cada uno de nosotros
tenga por el enemigo la
ternura que dispensa a
un hermano o amigo. La
ternura presupone
confianza; ahora bien,
nadie puede tener
confianza en una
persona, sabiendo que
ésta le quiere mal;
nadie puede tener con
ella las expansiones de
la amistad, sabiendo que
es capaz de abusar de
esa actitud. Entre
personas que desconfían
unas de otras, no pude
haber esas
manifestaciones de
simpatía que existen
entre las que comulgan
en las mismas ideas. En
fin, nadie puede sentir,
al estar con un enemigo,
el mismo placer que
siente en la compañía de
un amigo.
Amar a
los enemigos no es, por
lo tanto, tener por
ellos un afecto que no
está en la naturaleza,
porque el contacto con
un enemigo nos hace
latir el corazón de un
modo muy distinto de
cuando late al contacto
de un amigo. Amar a los
enemigos es no
guardarles rencor, ni
deseos de venganza; es
perdonarles sin
segunda intención y sin
condiciones, el mal
que nos causen; es no
oponer ningún obstáculo
a la reconciliación con
ellos; es desearles el
bien y no el mal; es
experimentar júbilo en
vez de pesar, por el
bien que les suceda; es
socorrerlos si se
presenta la ocasión; es
abstenerse ya sea en
palabras o en actos
de todo lo que les pueda
perjudicar; es,
finalmente, retribuirles
siempre bien por mal,
sin intención de
humillarlos.
(Obra
citada, capítulo XII,
ítems 1, 3 y 4.)
D.
¿Cuáles son las razones
por las que nos
recomiendan el perdón,
la indulgencia y el amor
a los enemigos?
Los
motivos son varios. En
primer lugar, sabemos
que la maldad no es un
estado permanente en los
hombres; que ella deriva
de una imperfección
temporal y que, así como
el niño se corrige de
sus defectos, el hombre
malo reconocerá un día
sus errores y se volverá
bueno. En segundo lugar,
también sabemos que la
muerte sólo nos libra de
la presencia material de
nuestro enemigo, porque
éste podrá perseguirnos
con su odio aun después
de haber dejado la
Tierra; que de esta
manera, la venganza que
tomemos no logra su
objetivo, porque por el
contrario, tiene como
efecto producir una
irritación mayor, capaz
de pasar de una
existencia a otra.
No hay un
corazón tan perverso
que, aunque le pese, no
se muestre conmovido
ante el buen proceder.
Con el buen proceder se
quita, por lo menos,
todo pretexto de
represalias, y hasta
puede hacerse de un
enemigo un amigo, antes
y después de su muerte.
Con un mal proceder, el
hombre irrita a su
enemigo, que entonces
se constituye en un
instrumento del que la
justicia de Dios se
sirve para castigar a
aquél que no perdonó.
(Obra
citada, capítulo XII,
ítems 5 y 6.)
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