Luana, de seis años,
andaba muy triste. Su
padre, Rubens, entraba
en casa siempre bastante
irritado y gritando con
todo el mundo. No
perdonaba el más pequeño
fallo y vivía peleando
con Dora, madre de
Luana, y culpándola por
sus problemas.
Cuando Luana, siguiendo
su ejemplo, peleaba con
el hermanito de tres
años, Marquito, el padre
la llamaba y, cogiéndole
los brazos, decía:
— Mi hija, no puede
pelear con su hermano.
Él es mucho más nuevo
que usted. Debe entender
que sabe más del que él,
ya va a la escuela,
aprende con la profesora
y debe aplicar lo que
aprende. ¿Entendiste?
— ¡Pero el Marquito
rompe mis juguetes,
destruye mis libros y
hace garabatos en mis
cuadernos con lápices de
color! ¡Yo le explico
que no puede hacer eso,
pero él no me atiende!
— Luana, sin embargo tú
debes tener paciencia
con él. ¡Marquito
no sabe lo que está
haciendo!
— Yo sé, papá — dijo la
niña bajando la cabeza.
Algunos días después, el
padre había llegado muy
nervioso a la casa.
Había tenido un problema
en la oficina y estaba
resoplando de rabia. Con
el rostro rojo, los ojos
lanzando chispas, él
gritaba a la esposa por
haber tropezado
— ¿Estás viendo, Dora?
Casi llevé un golpe por
tu culpa. Y la cena,
¿está lista?
— Casi, querido. Perdí
algunos minutos
conversando con doña
Amelia, nuestra vecina
que está muy necesitada
de ayuda, y por eso me
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atrasé. |
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— ¿Estás viendo?
¡Mientras yo trabajo, tú
gastas el tiempo
conversando con la
vecindad!
Ve a terminar la cena.
Tengo hambre.
La señora salió de la
sala, volviendo molesta
para la cocina. En ese
momento, tocan a la
puerta. Luana va a abrir
y ve a un señor bien
vestido que le sonríe y
pregunta:
— ¿Tu padre está en
casa, niña?
— Sí, señor. Él acabó de
llegar. Voy a llamarlo.
Entre, por favor.
Pero el padre, oyendo la
voz, conocida, ya
se aproximaba con larga
sonrisa en el rostro.
— ¡Sr. Alberto, que
placer recibirlo aquí en
nuestra casa! ¡Sea
bienvenido! ¡Siéntese!
— Le agradezco, Rubens,
pero infelizmente no
puedo. Me Gustaría mucho
conocer a su familia,
sin embargo surgió un
problema en la fábrica y
preciso viajar
inmediatamente al
trabajo.
— ¡Ah! Si pudiera
ayudar, Sr. Alberto, yo
estoy a su disposición.
Si quiere, puedo ir...
— Gracias, Rubens, sin
embargo sólo yo puedo
resolver el problema.
Vine a buscarlo sólo
para dejar las llaves de
la caja de la oficina,
una vez que nadie más la
tiene. Volveré mañana
por la noche sin falta.
Comuníqueselo a los
otros funcionarios, ¿sí?
Después, él se despidió
y Rubens fue a
acompañarlo hasta el
portón, saludando
sonriente mientras el
coche se alejaba. Luana,
que había observado
todo, estaba con la boca
abierta. El cambio del
padre fue tan rápido,
que la niña no conseguía
entender.
Al ver a la hija que no
quitaba la mirada de él,
Rubens sonrió:
— ¿Qué pasa, Luana?
La niña pensó un poco y
respondió:
— Quedé sorprendida,
papá, con tu cambio
cuando aquel señor
llegó. Él es mucho más
joven que tú?
— No entendí la razón de
tu pregunta, mi hija.
— ¡Ah, es que cuando yo
me enfado con Marquito,
tú dices que necesito
tener paciencia con él,
porque es más pequeño!
El padre enrojeció de
repente, avergonzado
delante de la hija e
intentó explicar:
— Sabes Luana, es que
muchas veces el papá
está nervioso y no
consigue controlarse.
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— Pero con tu
patrón
conseguiste
controlarte y lo
trataste muy
bien, y con
gentileza,
mientras con
mamá, que no
hizo nada, tú te
mostraste bien
diferente.
Sabes, papá, mi
profesora de
Evangelización
Infantil nos
enseñó que
delante de
cualquier
situación,
cuando no
sabemos qué
hacer,
|
debemos
acordarnos de
Jesús y pensar:
¿Qué haría Jesús
si estuviera en
mi lugar? Así —
ella dijo —,
nunca tendremos
problemas con
nadie. |
El padre oyó la hija y,
más avergonzado aún
quedó, al ver que la
esposa escuchaba la
conversación recostada
en la puerta de la
cocina.
No tuvo otro modo sino
concordar con ella:
— Su profesora tiene
razón, Luana. Te
confieso que he actuado
realmente muy mal con mi
familia. El hecho de
llegar cansado del
trabajo no justifica las
crisis de irritación que
tengo siempre aquí en
casa, especialmente con
tu madre.
Él paró de hablar por
algunos instantes, llamó
la esposa y el hijo, que
lo oían más alejados, y,
envolviendo a todos en
un gran abrazo,
prometió:
— A partir de hoy, voy a
ser un hombre mejor, más
cariñoso, más tranquilo
y presente en la vida de
mi familia que amo
tanto. Especialmente,
preguntar lo que Jesús
haría en mi lugar.
Gracias, hija, por la
lección que tú me diste
hoy.
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— Agradecelo a
Jesus, papá.
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MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
10/06/2013.)
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