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Felipe, un niño muy
inteligente, estaba
haciendo siempre poco
caso de aquellos que
sabían menos que él.
Uno de los compañeros de
escuela, Julio,
especialmente, era
blanco de las críticas
de Felipe que, en tono
de mofa, decía:
— Tú no aprendes nada,
¿no es, Julio?
¡Necesitas estudiar más!
A lo que el otro,
avergonzado delante de
los compañeros,
respondía:
|
— Yo estudio, Felipe.
¡Pero tengo dificultad
de entender lo que leo! |
La profesora, al oír la
conversación entre los
dos, interfirió
cambiando de asunto:
— Felipe, si tú tienes
facilidad para estudiar,
respeta a tu compañero.
Ahora, abrid el libro en
la página en que
paramos.
Así, entretenidos en la
clase, ellos olvidaron
el asunto y pasaron a
prestar atención en el
que la profesora decía.
Cuando sonó la señal,
todos se apresuraron a
recoger sus materiales
para volver para casa.
Felipe entró en casa,
dejó la mochila en la
sala y fue para la
cocina, donde la madre
había terminado de
preparar el almuerzo, y
lo mandó a lavar las
manos para sentarse. El
niño obedeció y, ya
acomodados a la mesa, el
|
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padre preguntó
como había sido
su mañana. |
|
— ¡Un aburrimiento,
padre! Tengo un
compañero que no sabe
nada. Vive preguntando a
la profesora y confunde
la clase.
— Mi hijo, ¿pero la
función de la maestra no
es enseñar? Hace él muy
bien en preguntar —
habló la madre, mientras
lo servía.
— Pero yo quedo muy
irritado, mamá. Yo sé la
materia y no aguanto
escuchar de nuevo.
El padre, que oía
callado, habló:
— Felipe, las personas
no son iguales. Si usted
es inteligente, debe
comprender quién tiene
dificultad y ayudar.
Cada uno de nosotros
tiene cualidades y
defectos diferentes de
las otras personas. Así,
en la medida de nuestras
dificultades, somos
auxiliados por los
otros, así como nos
compete ayudar a los que
no saben lo que ya
aprendimos. ¿Entendiste?
— Más o menos, padre.
El padre pensó un poco y
volvió:
— Mi hijo, ¿para que
sirve una pala?
— Para cavar la tierra,
limpiar el terreno,
retirar hierbas
dañinas...
— Eso mismo. ¿Y la
inteligencia, para que
sirve?
— Sirve para aprender
cada vez más, entender
como funcionan los
aparatos, alertarnos de
un peligro y mucho más.
— Cierto, hijo.
Entonces, cada cosa
tiene una función
diferente, que debe ser
utilizada del modo
correcto. ¿Qué dirías tú
de un jardinero que
levantará la pala para
agredir a su patrono?
— ¡Creo que él está
equivocado y puede hasta
ser prendido!
— Exactamente, Felipe. Y
si la persona usa mal su
inteligencia, ¿Qué
ocurre?
El niño pensó un poco
después respondió:
— ¡Dios puede retirar la
inteligencia de ella!
Leí en una revista la
historia de un hombre
que usaba su
inteligencia para el
mal, perjudicando a
personas. ¡Un día, él
tuvo un accidente de
coche, se golpeó la
cabeza y quedó sin poder
hacer nada de lo que
hacía antes, en una
silla de ruedas,
completamente
dependiente!
— Es verdad, eso puede
ocurrir. No porque
nuestro Padre haya
retirado la inteligencia
de él, pues la
inteligencia es del
Espíritu. Sino porque
existe la Ley de Causa y
Efecto, una Ley Divina
que establece que cada
uno cogerá lo que
plantó. Es decir, va a
recibir las
consecuencias de aquello
que hizo al prójimo y a
sí mismo. Entonces, ese
hombre cogió lo que
plantó. Y eso puede
ocurrir con relación a
cualquier talento que se
tenga: el habla, la
audición, la visión, la
capacidad de andar, de
mover los brazos y todo
lo más.
— Entendí, papá. ¡Como
soy inteligente y
aprendo con facilidad
debo ayudar a quién no
consigue aprender!
— Eso mismo, hijo. Así
como será ayudado en
aquello que no sepa. La
vida es un cambio
constante.
Damos y recibimos —
completó el padre,
contento.
Terminando de almorzar
Felipe fue para el
cuarto a hacer sus
tareas, teniendo en la
memoria la conversación
que había tenido con el
padre. Pensando en el
asunto, resolvió actuar
diferente con los otros,
especialmente con Julio.
Al día siguiente, en el
inicio de la clase, la
profesora colocó en el
cuadro una materia
nueva. Julio, sentado a
su lado, miró para el
cuadro y se mostró
desanimado. Felipe se
volvió para el compañero
y dijo:
— Júlio, no te preocupe.
Yo le explico todo,
¿está bien?
Era un trabajo en
equipo, y Felipe
aprovechó para explicar
la materia al compañero.
Para concluir, ellos
tendrían que hacer un
dibujo sobre lo que
aprendieron. Ahí fue la
vez que Felipe estaba
preocupado, pues no
tenía facilidad para
diseñar. Al notar eso,
Julio dijo:
— Yo hago el dibujo,
Felipe. Soy bueno en
eso.
Y lo hizo. El dibujo
quedó tan bien que fue
considerado el mejor
trabajo de la sala.
La mañana transcurrió
agradable y en paz. Al
término de la clase,
ellos salieron juntos de
la escuela y Felipe
aprovechó para
disculparse.
— Júlio, ¿tú me
perdonas? He sido un
pesado contigo, pero
quiero ser tu amigo de
verdad. Ahora entiendo
que nosotros tenemos
habilidades diferentes
unos de los otros. Todo
lo que necesites, puedes
pedírmelo. Voy a
ayudarte con lo que no
entiendas, así como tú
me ayudaste con el
dibujo.
Júlio quedó muy feliz y
su rostro se abrió en
una sonrisa amistosa y
abrazó a Felipe, que
invitó:
— Júlio, me gustaría que
tú fueras a mi casa.
Quiero que conozcas a
mis padres. ¡Ellos son
muy buenos!
— Será un placer,
Felipe. Gracias. ¡Pero
tú también eres muy
bueno, amigo!
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
5/08/2013.)
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