Continuamos el estudio metódico del libro “El Cielo y el Infierno, o la Justicia Divina según el Espiritismo”, de Allan Kardec, cuya primera edición fue publicada el 1º de agosto de 1865. La obra integra el llamado Pentateuco Kardeciano. Las respuestas a las preguntas sugeridas para debatir se encuentran al final del texto.
Preguntas para debatir
A. ¿Cuáles son las causas del temor a la muerte?
B. ¿Por qué el hombre es generalmente apegado a las cosas terrenas?
C. ¿Cuál es el futuro de los hombres, según el Espiritismo?
D. ¿Qué significa el vocablo cielo, y dónde lo sitúa la teología católica?
Texto para la lectura
15. A medida que el hombre comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte disminuye; una vez que ha esclarecido su misión en la Tierra, espera el fin, con calma, resignación y serenidad. La certeza de la vida futura le da otro rumbo a sus ideas, otro objetivo a su trabajo. (Primera Parte, cap. II, ítem 3.)
16. Para liberarse del temor a la muerte es necesario poder encararla en su verdadera perspectiva, esto es, haber penetrado con el pensamiento en el mundo espiritual, hacerse de él una idea lo más exacta posible, lo que denota de parte del Espíritu encarnado un cierto desarrollo y aptitud para desprenderse de la materia. (Primera Parte, cap. II, ítem 4.)
17. Al no depender la felicidad futura del trabajo progresivo en la Tierra, la facilidad con que se cree poder adquirir esa felicidad por medio de algunas prácticas exteriores, la posibilidad incluso de comprarla con dinero, sin reformar el carácter y las costumbres, dan a los goces del mundo un mayor valor. Y más de un creyente considera, en la intimidad, que asegurando su futuro por el cumplimiento de ciertas fórmulas que no lo privan de nada, sería superfluo imponerse sacrificios o cualquier incomodidad en favor de los demás. (Primera Parte, cap. II, ítem 7.)
18. La Doctrina Espírita cambia totalmente la manera de encarar el futuro: la vida futura deja de ser una hipótesis para ser una realidad; el estado de las almas después de la muerte no es más un sistema, sino el resultado de la observación. He ahí por qué los espíritas encaran la muerte con calma y se revisten de serenidad en sus últimos momentos en la Tierra. (Primera Parte, cap. II, ítem 10.)
19. Para los espíritas, el alma no es una abstracción; ella tiene un cuerpo etéreo que la define ante su pensamiento, lo que es suficiente para fijar las ideas sobre su individualidad, sobre sus aptitudes y sus percepciones. El recuerdo de quienes nos son queridos reposa sobre una base real. En lugar de estar perdidos en las profundidades del Espacio, ellos nos rodean; el mundo corporal y el mundo espiritual se identifican en relaciones perpetuas, y se asisten mutuamente. Sin la duda sobre el futuro, desaparece el temor a la muerte y se encara su aproximación con sangre fría, como quien espera la liberación por la puerta de la vida y no por la puerta de la nada. (Primera Parte, cap. II, ítem 10.)
20. La ciencia, con la lógica inexorable de la observación y de los hechos, llevó su antorcha a las profundidades del espacio y mostró que la Tierra no es el centro del Universo, sino uno de los astros menores que giran en la inmensidad, siendo las estrellas otros tantos e innumerables soles, alrededor de los cuales circulan incontables mundos. (Primera Parte, cap. III, ítem 3.)
21. El hombre está compuesto de cuerpo y Espíritu. Éste es el ser principal, racional, inteligente; el cuerpo es la envoltura material que lo reviste temporalmente para el cumplimiento de su misión en la Tierra y la ejecución del trabajo necesario para su adelantamiento. El cuerpo, después de usado, se destruye y el Espíritu sobrevive a esa destrucción. Existen, pues, dos mundos: el corporal, compuesto por Espíritus encarnados, y el espiritual, formado por los Espíritus desencarnados. (Primera Parte, cap. III, ítem 5.)
Respuestas a las preguntas propuestas
A. ¿Cuáles son las causas del temor a la muerte?
El temor a la muerte es un efecto de la sabiduría de la Providencia y una consecuencia del instinto de conservación, común a todos los seres vivos. Es necesario mientras no se está suficientemente esclarecido sobre las condiciones de la vida futura, como contrapeso a la tendencia que, sin ese freno, nos llevaría a dejar prematuramente la vida y a ser negligentes con el trabajo en la Tierra que debe servir a nuestro propio adelantamiento. A medida que el hombre comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte disminuye; una vez que ha esclarecido su misión en la Tierra, espera el fin con calma, resignación y serenidad. La certeza de la vida futura le da otro rumbo a sus ideas, otro objetivo a su trabajo; antes de ésta, todo lo liga al presente; después de ella, mira el futuro sin descuidar el presente, porque sabe que el futuro depende de la buena o mala dirección que le da al presente. La seguridad de volver a encontrar a sus amigos después de la muerte, de retomar las relaciones que tuvo en la Tierra, de no perder un solo fruto de su trabajo, de crecer sin cesar en inteligencia, en perfección, da al hombre la paciencia para esperar y el coraje para soportar las fatigas momentáneas de la vida terrestre. La solidaridad entre los vivos y los muertos le hace comprender la que debe existir en la Tierra, donde la fraternidad y la caridad tienen desde entonces un objetivo y una razón de ser, tanto en el presente como en el futuro. (El Cielo y el Infierno, Primera Parte, cap. II, ítems 1 a 4; 8 y 9.)
B. ¿Por qué el hombre es generalmente apegado a las cosas terrenas?
En el Espíritu atrasado, la vida material prevalece sobre la espiritual. Al apegarse a las apariencias, el hombre no distingue la vida más allá del cuerpo, aunque la vida real esté en el alma. Aniquilado el cuerpo, todo le parece perdido, y se desespera. La vida futura es para él una idea vaga, una probabilidad antes que una certeza absoluta. Cree, desearía que fuese así, pero a pesar de eso, exclama: “¡Si no fuese así! El presente es lo positivo, ocupémonos de él primero, que el futuro ya vendrá en su momento”. Es considerable el número de los dominados por este pensamiento. Otra causa de apego a las cosas terrenales, incluso en los que creen con más firmeza en la vida futura, es la impresión de la enseñanza que, sobre ella, se les ha dado desde la infancia. Convengamos que el cuadro esbozado por la religión sobre este asunto no es nada seductor y menos aún consolador. (Obra citada, Primera Parte, cap. II, ítems 4, 5 y 6.)
C. ¿Cuál es el futuro de los hombres, según el Espiritismo?
La Doctrina Espírita transforma completamente la perspectiva del futuro. La vida futura deja de ser una hipótesis para ser una realidad. El estado de las almas después de la muerte no es más un sistema, sino el resultado de la observación. Se levantó el velo; el mundo espiritual se nos aparece en la plenitud de su realidad práctica; no fueron los hombres quienes lo descubrieron por el esfuerzo de una concepción ingeniosa: son los mismos habitantes de ese mundo quienes nos vienen a describir su situación. Y ahí los vemos en todos los grados de la escala espiritual, en todas las fases de la felicidad y de la desdicha, asistiendo, en fin, a todas las peripecias de la vida más allá de la tumba. La vida futura es, según el Espiritismo, la continuación de la vida terrena en mejores condiciones y por eso los espíritas la esperan con la misma confianza con que esperarían la salida del Sol después de una noche de tempestad. Los motivos de esa confianza derivan de los hechos de los que ellos son testigos y de la concordancia de esos hechos con la lógica, la justicia y la bondad de Dios. (Obra citada, Primera Parte, cap. II, ítem 10.)
D. ¿Qué significa el vocablo cielo, y dónde lo sitúa la teología católica?
La palabra cielo designa el espacio indefinido que circunda la Tierra, y más particularmente la parte que está encima de nuestro horizonte. Viene del latín coelum, cóncavo, porque el cielo parece una inmensa concavidad. La teología cristiana reconoce tres cielos: el primero es el de la región del aire y de las nubes; el segundo, el espacio en el que giran los astros, y el tercero, más allá de éste, la morada del Altísimo, donde habitan los que lo contemplan cara a cara. Según esta creencia, se dice que San Pablo fue elevado al tercer cielo. (Obra citada, Primera Parte, cap. III, ítems 1 e 2.)