existencial de
Rio de Janeiro.
Vinculado a la
SEK – Sociedad
Espírita Allan
Kardec, es
director de
reuniones de
estudios y
consejero,
además de
expresidente de
esa institución.
Conferencista
muy querido en
su región, lo
entrevistamos
sobre la
temática del
deseo, desde
el punto de
vista de la
psicología. |
¿Hay una
definición para
la palabra
deseo, desde
el punto de
vista de la
psicología?
Desde el punto
de vista
etimológico,
deseo viene
del vocablo
latino
“desiderium”,
“des”+”siderium”,
algo como “en la
dirección de las
estrellas” Sin
embargo, con el
tiempo, aunque
ha adquirido un
contenido más
sofisticado,
nunca perdió el
carácter de
búsqueda
incesante,
especialmente de
algo difícil,
prohibido,
inaccesible,
pero
invariablemente
placentero. Para
los
psicoanalistas,
a grosso modo,
el deseo es la
expresión más
intensa del ID o
inconsciente
(una dimensión
profunda del
aparato mental),
que resulta de
la búsqueda
inagotable e
irracional por
la reproducción
de experiencias
placenteras
(principio del
placer), y que
trae en sí,
amalgamadas, las
pulsiones de la
vida y de la
muerte, una vez
que la
satisfacción del
deseo representa
la muerte
temporal de ese
mismo deseo que,
dentro de poco,
regresará a la
vida pidiendo
una nueva
muerte, en un
ciclo incesante
y, a menudo,
obsesivo o
compulsivo,
aunque natural e
inevitable en
todo ser humano.
Para la
fenomenología
existencial,
particularmente
en Heidegger, el
deseo es parte
del modo de “ser
en el mundo”
propio del
“das-ein” o, en
una traducción
aproximada del
alemán,
“ser-ahí”, ente
cuyo modo de ser
está
permanentemente
en juego el
tiempo, con
otros entes
“ahí”, con otros
entes dados
simplemente, con
utensilios
resultantes del
universo de la
técnica, y en
dirección a la
muerte.
Kierkegaard, a
su vez,
considera que el
hombre es
desesperación y
angustia,
transitando
entre lo finito
e infinito, real
y eterno,
deseos,
elecciones y
deudas (culpas)
consecuentes con
esas mismas
elecciones,
siendo el deseo
el elemento de
la pasión, único
afecto realmente
digno de
atribuirle un
verdadero
sentido a la
existencia. De
cualquier
manera,
independientemente
del enfoque
filosófico o
psicológico, es
un punto
pacifico que el
hombre es un ser
que desea, y eso
trae inevitables
consecuencias
prácticas y
teóricas en su
experiencia en
el mundo.
¿Cómo entender
el deseo, sus
manifestaciones
y la necesidad
de someterlo a
determinados
criterios?
¿Sería posible
educarlo?
En “El malestar
de la
civilización”,
Freud afirma que
la civilización
es producto de
la represión del
deseo. Si no
refrenase sus
deseos e
instintos, la
Humanidad no
conocería el
progreso
técnico,
intelectual,
moral, político,
jurídico o
social. La
capacidad del
hombre de
decirle no a la
satisfacción de
aquello que
desea fue
esencial en la
construcción de
las grandes
obras del
espíritu humano,
de las nociones
de límite, y
hasta de la
libertad. Sin
decir que,
cuando se trata
de la naturaleza
sexual, su
energía puede
ser sublimada
hacia grandes
realizaciones de
la ciencia, el
arte, la
religión o la
política. Para
el psicoanalista
brasileño Jorge
Forbes,
introductor del
pensamiento
lacaniano
(Jacques Lacan)
en Brasil,
“desear” es
diferente de
“querer”. Su
libro ya clásico
“¿Usted
quiere lo que
desea?”
identifica
claramente esa
diferencia.
El deseo es
espontaneo,
afectivo,
pulsional
simbólico,
fantasioso,
lúdico. Deseamos
un millón de
cosas, pero
sabemos, por el
sentido común,
que tendremos
sólo el mínimo
de ellas. Además
de esto,
realizar los
deseos cobra un
precio a veces
muy alto. De
allí que no
siempre estamos
dispuesto a
pagar el precio
que la vida
cobra por la
realización de
los deseos. El
adolescente
desea ser
médico, fantasea
con la idea de
vestir traje
blanco con su
nombre de doctor
bordado en la
solapa, el
estetoscopio
colgando en el
cuello,
prestigio,
fortuna, respeto
social… Pero,
cuando se
enfrenta con la
necesidad de
estudiar con
hinco, renunciar
a las fiestas
del fin de
semana, leer
hasta tarde en
la noche los
libros
obligatorio de
los cursos,
hacer clases
particulares de
física, química,
biología y
matemáticas,
enfrentar
competidores
brillantes,
renunciar a
paseos, al
gimnasio, al
club o a un amor
en esa etapa de
la vida, noches
de guardia,
exámenes
difíciles, la
necesidad de
leer y hablar
fluido en
inglés, etc. Se
detiene… lo
piensa bien… Y
al final
descubre que,
aunque desee
mucho ser
médico, no lo
quiere. De igual
manera sucede
con el marido o
la esposa que
desean a otro
compañero, pero
que no pagan el
precio de ver su
hogar arruinado
por una
traición, y
descubren que lo
desean pero no
lo quieren. Una
persona que
desea adelgazar,
pero detesta
hacer dietas, es
decir, desea,
pero no quiere,
y así
sucesivamente.
El deseo, en sí,
es una
experiencia
incontrolable,
aunque le
corresponda al
sujeto, en el
ejercicio de su
libertad,
decidir lo que
debe o no hacer
con él. En la
ontología
sartreana (Jean
Paul Sartre), el
deseo está en el
ámbito de la
experiencia
pre-reflexiva,
por lo tanto,
anterior a la
autonomía como
regulación de
uno mismo. La
“pre-sencia”
del deseo se da
en un flujo que
se “proyecta” en
el tiempo,
lanzando al ser
en la angustia
propia de la
libertad, es
decir, no somos
libres para
desear, pues el
deseo es
automático y
estamos
condenados a
tenerlo, pero
somos
responsables por
todo lo que
decidimos hacer
con él, ya sea
buscar su
realización,
reprimirlo,
sentir culpa por
sentirlo,
ocultarlo,
revelarlo al
mundo, etc. Así,
en una
perspectiva
existencial,
sólo es
verdaderamente
libre el hombre
capaz de decir
no a sus
propios deseos.
Aquél que no lo
es, se vuelve
automáticamente
esclavo de sus
deseos, se
iguala a los
animales, salvo
que el animal
está
condicionado a
sus instintos,
dimensión mucho
menos
sofisticada que
el deseo humano,
experiencia
afectiva ésta
que implica
fenómenos que
involucran
memoria,
lenguaje,
representación,
etc. Por lo
tanto, aquella
visión del
sentido común
que trae el
animal suelto en
el bosque como
modelo de
libertad es
totalmente
equivocada. El
modo de ser del
animal es
simplemente dado
por su condición
de animal que
es, sin la menor
posibilidad de
escoger ser otra
cosa que no sea
aquello que la
naturaleza lo
condenó a ser,
sin ninguna
libertad de
elección, ningún
deseo,
totalmente atado
a los
imperativos de
supervivencia e
instinto
pertinentes a su
especie, por lo
menos en esa
fase de su
evolución
anímica.
Aun por este
enfoque, es
necesario
considerar que
el deseo es
vivencia de
orden exclusivo
de la
conciencia, que
en una visión
fenomenológica,
será siempre
conciencia
intencional, es
decir,
conciencia “de”
“alguna cosa”.
Por eso, al
depender del
carácter de esa
“alguna cosa”,
el ser prueba
verdaderos
“dramas de
conciencia” por
manifestar
deseos no
siempre
considerados
buenos,
aceptables,
positivos,
bellos,
ennoblecedores,
etc. Sin
embargo, en
general, más que
estar en el
mundo sino más
bien “siendo
mundo”, lo que
el hombre común
desea, como se
dice
popularmente,
“es ilegal, es
inmoral, o
engorda”.
Sin embargo, eso
no necesita
volverse un
drama, pues
seria, como
mínimo, cruel
condenar a un
hombre por
aquello que
desea. De allí
el Derecho de
penalizar al
homicida y no al
que desea matar,
al que practica
pedofilia y no
al que siente
atracción sexual
por niños, al
que hiere y no
al que guarda un
deseo secreto
por herir, y así
sucesivamente.
Si no fuese así,
todos nos
volveríamos
jueces de
conciencias
ajenas. Desde el
punto de vista
ético, lo que
vale es la
acción del ser
en el mundo, la
manera como
conduce sus
relaciones,
independientemente
de sus deseos e
ideaciones. En
ese camino, es
preferible una
Humanidad que
hace el bien (en
una visión
platónica y,
pues,
metafísica, de
lo que sería “el
bien” ideal; o
en una óptica
aristotélica de
que “bueno” es
todo lo que hace
al hombre feliz
en el contexto
de la polis),
aunque no desee,
a una que desee
el bien, pero
haga el mal o
sea indiferente
a ese ben. El
filósofo
contemporáneo
Jürgen Habermas
trata sobre esto
con seguridad,
habla de una
ética del
discurso, en el
que lo que las
personas piensan
o sienten es
secundario; lo
importante es
que haya una
responsabilidad
acerca de la
construcción de
una sociedad en
la que las
personas
convivan bien y
civilizadamente,
en la que nadie
haga el mal a
nadie, y que el
bien común sea
contemplado. En
el recorrido de
este
pensamiento, las
cuestiones de
conciencia,
verdaderamente,
no son
susceptibles de
conocimiento
objetivo ni son
asunto de nadie,
y el deseo está
naturalmente
entre ellas.
¿Si el deseo
sería o no
educable? Pienso
que no, pues
siendo de orden
pre-reflexivo,
pertenece a una
dimensión sobre
la cual,
realmente, el
hombre no tiene
ningún control.
El ser no desea
lo que quiere, o
lo que es
moralmente
deseable, o lo
que es bonito y
correcto de
desear; el ser
desea lo que
desea, y punto.
En el momento
que percibe, ya
deseó, y no hay
nada que hacer
en relación con
esa vivencia en
sí. Pero sí es
posible educar
la libertad, y
es justamente
para esto que
sirve la
educación, para
mostrar al
hombre que él
debe vivir
éticamente, es
decir, para
vivir y
sobrevivir en el
mundo es
fundamental
resistir y
sobrevivir a
nuestros propios
deseos. Ellos
son nuestros, de
esta manera
podemos decidir
qué hacer con
ellos,
ponderando
libertad,
responsabilidad,
posibilidades,
conveniencia,
valores
sociales,
valores
personales,
valores éticos,
valores
estéticos,
eventualmente
valores
religiosos,
posibilidades,
cultura, leyes,
etc.
Considerándose
la evolución
humana, ¿cómo
situar el deseo?
¿Es posible
establecer un
parámetro de
comparación para
dimensionarlo de
manera global?
Tratándose de la
evolución de la
civilización, es
innegable que la
educación de la
libertad
transforma el
patrón de
nuestros deseos,
volviéndolos
menos groseros
en un aspecto
más general y,
por lo tanto,
dentro de obvias
excepciones. Por
eso, el
canibalismo en
la actualidad
nos suena tan
absurdo, aunque
haya sido una
práctica
extremadamente
placentera para
la Humanidad
primitiva. Tener
hambre, por
ejemplo, está en
la dimensión del
instinto, sin
embargo, en el
hombre, sentir
hambre agudiza
el deseo de
comer este o
aquel plato,
saborear ese o
aquel manjar,
dulce o salado.
En ese contexto,
aunque no pueda
escoger el deseo
propiamente
considerado, el
ser puede
escoger dentro
de sus
posibilidades
físicas,
financieras,
geográficas,
mentales,
morales,
jurídicas, etc.,
si va o no a
satisfacer su
deseo. El ser es
libre para ello.
Ayer, los
primeros
homínidos,
soñaban con
desgarrar a sus
presas con sus
dientes y
deleitarse con
el sabor a
sangre fresca
que les corría
por el rostro.
Hoy, podemos
salivar pensando
en un filete a
la parmesana con
papas fritas.
Mañana, sólo
Dios lo sabe. En
ese aspecto,
vale el dicho
“el hábito hace
al monje”. En
cada encarnación
vamos
invirtiendo en
la disciplina de
nuestra libertad
hasta que,
después de mucho
tiempo y muchas
encarnaciones,
sintamos
trasformado el
tenor de
nuestros deseos.
Eso es curioso
porque es un
cambio que, al
contrario a lo
que generalmente
se piensa que
ocurra en las
dinámicas
transformadoras
del ser, se da
literalmente de
fuera hacia
adentro: de
tanto decirle no
a determinado
deseo, llega un
momento en que
él no emerge
más, a semejanza
de un pozo de
petróleo que
simplemente para
de brotar. Sin
embargo, la
Naturaleza no da
saltos, es
necesaria mucha
paciencia con
nosotros mismos
hasta que eso
acontezca, y
puede durar
siglos y hasta
milenios. Para
unos más rápido,
para otros más
lento, cada cual
en el ritmo de
transformaciones
que logre
imprimir a su
propia historia
espiritual,
producto de sus
sucesivos
proyectos
existenciales,
sin
comparaciones
infantiles. Cada
ser humano,
entiéndase
Espíritu, es un
universo
singular e
imprevisible que
se desdobla “en
un mundo” y
guarda una
dinámica
absolutamente
propia. Y eso
también vale
para las
humanidades, que
se forman por
afinidades
múltiples y se
desdoblan
igualmente no
sólo en la
Tierra, sino en
todo el universo
infinito de la
creación.
Considerando los
grandes
pensadores y
filósofos, del
pasado y del
presente, ¿hay
algunas frases
resaltantes que
podemos ofrecer
a la apreciación
del lector en
relación al
tema?
Aunque Sartre
sea un filósofo
ateo, cuando
aborda la
cuestión de la
libertad es muy
pertinente, pues
preconiza que
“más importante
que lo que
hicieron de
nosotros, es lo
que nosotros
hicimos con lo
que hicieron de
nosotros”. Es
decir, por
extensión más
importante que
los deseos que
tenemos, es lo
que nosotros
decidimos hacer
con ellos.
Por lo menos en
el estadio
actual de la
evolución
espiritual en
que estamos, las
ansias por el
cambio abrupto y
radical de
nuestras
inclinaciones
automáticas será
un camino
inevitable de
frustraciones.
Debemos lidiar
con nuestros
deseos con
indulgencia,
como viejos
compañeros
construidos
durante siglos
de hábitos
placenteros, y
por eso la
necesidad de
tener paciencia
con ellos.
Mientras tanto,
en la medida de
lo posible, si
nos incomodan o
si la
satisfacción de
ellos nos trae
problemas a
nosotros o a los
demás, sólo el
cambio de
hábitos y
ocupaciones
podrán ayudarnos
en la
sustitución de
sus
automatismos, y
eso es un
trabajo para
muchas
encarnaciones.
En tanto, vamos
tratando de ser
útiles, aun
entre las
sombras y
pantanos de
nuestros propios
deseos. Nuestro
Chico Xavier, a
quien tuve el
privilegio de
tratar, siempre
nos enseñó que
“la paz es algo
que podemos
ofrecer a los
otros, aun sin
tenerla nosotros
mismos”. Nadie
requiere saber
lo que deseamos
o no, pues eso
es de nuestro
fuero íntimo,
pertenece a
nuestra
conciencia y,
conforme al
Espíritu de
Verdad, en El
Libro de los
Espíritus de
Allan Kardec,
sólo a Dios le
debemos rendir
cuentas de lo
que pasa en
nuestra
conciencia. En
la vida
práctica, lo más
importante de
todo es el bien
o mal que
objetivamente
hayamos hecho
unos a los
otros. Y Caetano
Veloso esta
inspirado al
decir que “cada
uno sabe del
dolor y la
delicia de ser
lo que es”. ¿Y
qué somos? Sin
duda somos
imperfectos. Si
fuéramos a
esperar la
liberación de
nuestros deseos
opresores para
hacer el bien,
seremos, hoy,
ante la faz de
la Tierra,
imperfectos e
inútiles. Por
eso, incluso
Chico nos aclara
el panorama al
afirmar que
debemos trabajar
por el bien
mismo tanteando
en la oscuridad
de nuestras
imperfecciones,
y así por lo
menos seremos
imperfectos pero
útiles, y
eso ya contará a
nuestro favor en
la contabilidad
espiritual ante
la misericordia
divina. Al
final, en algún
instante de la
eternidad,
alcanzaremos la
iluminación que
el príncipe
Sidarta, o Buda,
emisario de
Jesús en
Oriente, definió
como el estadio
de absoluta
liberación de
todos los
deseos: “cuando
el hombre de
libere de todos
los deseos,
finalmente
descubrirá que
tiene todo lo
que desea”.
¿Alguna
consideración
final?
El deseo es el
motor que
impulsa los
grandes giros
personales y
colectivos, y la
experiencia
estética a
través del arte
tal vez sea uno
de los caminos
más eficaces
para volvernos
seres más
sublimes,
delicados,
generosos e
iluminados.
Pienso que la
armonía
universal es el
gran lenguaje
divino. Pienso
que Dios se
comunica por la
música, y todo
en el universo
finito es
deslumbramiento
y camina hacia
una inexplicable
y extraordinaria
sinfonía de luz,
de colores
sublimes y de
aromas sutiles.
Por eso
deseamos. Por
eso el deseo es
“de + siderium”,
en dirección a
las estrellas,
no sólo a las
del cielo sino a
las estrellas en
que nos vamos
convirtiendo en
el increíble
viaje de los
milenios,
uniéndonos,
constituyendo
gigantescas
constelaciones
de amor al
reflejar el
farol de Dios.
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