En aquella mañana,
Augusto no tenía qué
hacer y salió buscando
algún amigo que quisiera
jugar.
Sin embargo, la calle
estaba desierta. Quedó
decepcionado.
Sin tener qué hacer,
miró para un terreno
baldío, vecino de su
casa, cercado por un
muro alto, pero cuyo
portón estaba
entreabierto. Augusto
nunca había entrado en
aquel lugar. Por la
apertura, él vio árboles
y las matas, que crecía
a voluntad.
Curioso, decidió entrar.
Su corazoncito latía
fuerte: ¡Tum! ¡Tum!
¡Tum! Entró por la
ventana estrecha y se
acordó de las palabras
que la madre le dijo un
día:
— ¡Augusto, quédate
lejos de aquel terreno!
¡Allí debe tener hasta
cobras venenosas!
Pero el sol estaba
caliente y, bajo un
árbol, la sombra era
agradable. Caminó un
poco, alejando con la
mano las matas que le
impedía el paso.
Él sentía estar
realizando una aventura,
como los personajes de
las películas a que
asistía. De repente, oyó
un ruido, seguido de un
gemido. Estuvo atento.
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Con cuidado, sin hacer
ruido, caminó un poco
más. Y, escondido en
medio de las matas,
recostado en un árbol,
vio a un hombre
andrajoso, todo sucio, y
con la pierna izquierda
llena de sangre.
El niño se aproximó y el
hombre se encogió contra
el tronco del árbol,
asustado.
Al ver a Augusto, él
respiró, aliviado.
— ¡Ah! ¡Es un chico!
¿Qué haces aquí, niño?
|
— ¡El señor está herido!
¡Necesita de curas! Voy
a llamar a mi madre.
¡Ella es buena en eso!
— ¡No!... ¡No quiero que
nadie me vea! — el
hombre rechazó, con
miedo.
— Está bien.
Augusto se sentó en el
suelo, cerca del hombre,
y comenzaron a charlar.
Así, quedó sabiendo que
el nombre de él era
Benedicto y fue herido
al intentar robar comida
en un supermercado.
El desconocido
prosiguió:
— Estoy desempleado hace
meses y mi familia pasa
hambre. ¡Nunca robé
nada, pero aquel día yo
estaba desesperado y
decidí conseguir comida
de todas las maneras!
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— Usted también debe
tener hambre, ¿no es
así? ¡Espere! Voy a casa
a buscar algo para que
usted coma. Vivo aquí al
lado y vuelvo en un
instante. Prometo que no
contaré a nadie que
usted está aquí.
Augusto salió, volviendo
después con un sandwich
y un vaso de café. Con
los ojos bien abiertos,
Benedicto agarró lo que
el niño trajo, y comió
rápidamente.
— Gracias, Augusto.
¡Yo estaba aún
hambriento!
|
— Pero, Benedicto, tiene
otro problema: ¡usted
está herido y necesita
de una cura! Mi padre es
farmacéutico e
inmediatamente que
llegue para el almuerzo.
¿Puedo traerlo aquí?
¡Garantizo que él no
contará nada a nadie!
Como sentía mucho dolor,
el herido concordó.
Augusto le contó al
padre lo que estaba
ocurriendo y lo llevó,
junto con el botiquín de
primeros auxilios, hasta
el terreno.
Vitório, padre del niño,
examinó la herida y vio
que la bala había pasado
arañándole. Hizo la cura
en silencio y, al
terminar, conversó un
poco con el herido.
Benedicto le contó cómo
todo había sucedido, en
virtud de la situación
de su familia, que
estaba pasando hambre, y
concluyó:
— Sólo quien ve a los
hijos y la esposa sin
tener nada para comer
sabe lo que sentí en
aquel momento, señor.
¡Es muy doloroso!
— Yo entiendo, Benedicto
— murmuró Vitório,
colocándose en el lugar
del otro. — ¿Antes usted
trabajaba en qué?
— Yo era empleado en una
fábrica de muebles. Pero
hago de todo: ya trabajé
como albañil, haciendo
canalizaciones y
jardinero.
¡No escojo trabajo! ¡Acepto
cualquier cosa, señor!
Viendo que Benedicto era
un buen hombre, Vitório
dijo:
— Por el momento,
necesito de alguien que
haga la limpieza en mi
jardín. Después, veré
con algunos amigos la
posibilidad de buscarle
trabajo. ¿Acepta?
— ¡Claro que acepto!
¡Gracias! ¡Fue Dios
quién lo mandó, señor
Vitório!
Así, Benedicto dejó su
escondite y fue para la
casa al lado, donde la
madre de Augusto le dio
almuerzo y comida para
llevar a la familia.
Al despedirse, ordenó
Vitório:
— Benedicto, mañana
inmediatamente listo lo
espero para limpiar
nuestro jardín.
Al día siguiente, cuando
Augusto despertó para ir
a la escuela, Benedicto
ya había llegado. Al
sentarse para el
desayuno, Vitório supo,
con satisfacción, que
Benedicto ya estaba
trabajando.
Sonrió para todos,
contento, considerando:
— ¡Merece la pena
confiar en las personas!
Hoy aún voy a ver se
encuentro un empleo para
él.
Así, Augusto y el padre
fueron a visitar la casa
de Benedicto, quedando
encantados con la
familia de él. Al día
siguiente, Vitório lo
avisó:
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— Benedicto, conseguí
trabajo para usted en
una fábrica de muebles,
como le gusta.
¡La gratitud de
Benedicto fue inmensa!
Abrazó a Vitório, con
alegría, feliz por
volver a trabajar,
ganando para su
sostenimiento.
La amistad entre las dos
familias sólo aumentó
con el tiempo. Benedicto
siempre oraba a Jesús
agradeciendo la
oportunidad de haber
conocido a Vitório y su
familia, que tanto lo
había ayudado en momento
tan grave de su vida.
Y Vitório, contento,
siempre elevaba el
pensamiento a Dios,
agradeciendo la
bendición de conocer al
amigo Benedicto y su
familia, a quién estaban
tan conectados. Y el
pequeño Augusto, como el
padre, ahora repetía
siempre:
— ¡Merece la pena
confiar en las
personas!...
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
7/10/2013.)
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