En cierta ocasión, en la
época en que Jesús
peregrinaba por el
planeta, dejando a las
criaturas sus lecciones
de amor, se aproximó a
él un hombre muy rico y
pidió:
– ¡Maestro, deseo
seguirte los pasos, pero
no lo consigo!
Jesús, conociendo el
interior de cada uno, le
dijo:
– Transforma tu vida
ejercitando el amor al
prójimo. Después, ven y
sígueme.
El hombre se arrodilló,
agradeciendo la
orientación del Maestro,
y se fue.
|
 |
Volviendo a su ciudad,
llegó al hogar,
protestando de la casa
desarreglada, a lo que
la esposa respondió
humilde:
– Mizael, nuestro hijo
más pequeño está
enfermo, con fiebre, y
me quedé cuidando de él.
Irritado, el hombre dejó
la casa y fue para su
comercio. Verificando
que uno de los
compradores no había
pagado la cuenta, fue
exigir a él el pago a
que tenía derecho.
El deudor, avergonzado,
se disculpó afirmando:
– ¡Mi propiedad nada
produjo, y me encuentro
en situación difícil.
Ten piedad, Mizael, que
te pagaré todo así que
pueda!
Pero el acreedor no tuvo
compasión de él y de su
familia, mandándolo para
la prisión hasta que
pagara lo que le debía.
Más adelante, Mizael vio
a un mendigo al margen
del camino, que le
extendió la mano
suplicando una limosna,
afirmándose enfermo.
Mizael miró al infeliz,
sucio, desaliñado, y
respondió:
– No tengo limosna para
darle. ¡Usted debía
estar trabajando, en vez
de incomodar a los
viandantes!
El pobre mendigo bajó la
cabeza, humillado por
las duras palabras que
hubo oído.
Al volver al hogar,
Mizael vio a la viuda de
un antiguo empleado suyo
en el portón. La pobre
mujer, con tres niños
pequeños, le suplicó:
– ¡Señor, ayúdeme! Como
sabe, cuando mi marido
murió quedamos en la
miseria. Mis hijos pasan
hambre. ¡Nada tengo para
darles, ni aún un pedazo
de pan duro!
Lleno de orgullo, Mizael
levantó la cabeza,
extendió el brazo y la
expulsó, afirmando:
– ¡La vida entera
trabajé para que nada
faltara a mis hijos!
¡Haga cómo yo hice!...
La pobre viuda,
amargada, se alejó en
lágrimas por no haber
conseguido ni aún un
pedazo de pan para los
hijos hambrientos.
Entrando en casa, el
hombre se acomodó en su
lugar preferido y llamó
a la esposa, que trajo
un cuenco con agua, le
quitó las sandalias y le
lavó los pies, como de
costumbre.
Nervioso, él protestaba:
– Todos piensan que
tengo obligación de
socorrerlos en sus
necesidades. No saben
que trabajé mucho para
tener lo que poseo hoy.
Al día siguiente, él
salió y vio un gran
movimiento de gente.
Preguntó lo que estaba
ocurriendo y supo que
Jesús estaba allí en la
ciudad. Todo contento,
fue a buscar a Jesús. Lo
encontró en lugar más
alejado, sentado en una
piedra. Jesús hablaba al
pueblo, que lo oía
atentamente.
Cuando el Maestro
terminó de hablar,
Mizael intentó
aproximarse a él, pero
Jesús, buscado por el
pueblo, atendía y curaba
a mucha gente. Hasta
que, con dificultad,
Mizael consiguió
aproximarse a él.
Arrodillándose, humilde,
indagó nuevamente:
– ¡Maestro, quiero
seguirte los pasos para
entrar en el Reino de
los Cielos! ¡Enséñame
cómo hacerlo!
Y Jesús, mirándolo con
infinita piedad,
respondió:
 |
– Ama a todos los
necesitados que te
buscan. Sólo así tendrás
un lugar en el Reino de
los Cielos.
Y Mizael, interesado en
seguir a Jesús, oyendo
aquella respuesta, se
acordó de como había
actuado con todos que lo
habían buscado el día
anterior. Con la cabeza
baja, se alejó,
avergonzado.
Entendió que Jesús le
había dado la respuesta
para su transformación,
y que no ignoraba lo que
él había hecho.
|
Entonces, con la
cabeza baja,
Mizael se alejó,
decidido a
mejorar sus
actitudes,
ayudando a todos
como el Maestro
había
recomendado.
|
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
11/11/2013.)
|