Fernando era un niño de
familia muy pobre, con
dificultades inmensas,
pues en su casa muchas
veces faltaba hasta qué
comer.
Pero Fernando poseía un
buen corazón, era alegre
y servicial, y lo poco
que tenía lo repartía
con los otros.
Él era recadero en una
tienda, cuyo dueño había
decidido ayudarlo sólo
para que no quedara en
la calle. Su “salario”
era muy pequeño. En
verdad, se resumía a las
propinas que las
personas de buena
voluntad le daban por su
ayuda.
Un día, volvía él para
casa, y ese había sido
un día de poco
movimiento; había ganado
sólo algunas monedas.
Era casi de noche.
Pasando frente a una
linda vitrina de
confitería, se quedó
parado mirando los
dulces que allí estaban
expuestos.
Oyó un suspiro hondo
venido de su lado. Se
volvió y vio a una niña
que, con los ojos muy
abiertos, miraba un
enorme pedazo de pastel
con cobertura de
chocolate.
La niña, harapienta,
tenía el
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aspecto pálido y
enfermo de quien
no se alimentaba
hacia muchas
horas. |
Apenado con la situación
de la niña, Fernando
preguntó:
— ¿Tu tienes hambre?
Ella balanceó la cabeza,
concordando, sin quitar
los ojos del pastel.
Fernando metió la mano
en el bolsillo
consultando sus débiles
recursos. Él también
tenía hambre. Pero
ciertamente, en casa, su
madre lo estaría
esperando con un plato
de sopa caliente y un
pedazo de pan.
¡Le gustaría comprar
alguna cosa para él,
Fernando, con aquel
dinero que le había
costado tanto ganar,
pero la pequeña parecía
tan hambrienta!
Se decidió. Entró en la
confitería, cogió el
pedazo de pastel y
orgullosamente, por
haberlo comprado con “su
dinero”, lo ofreció a la
pequeña harapienta con
una amplia sonrisa.
La mirada de alegría de
la niña fue suficiente
para recompensarlo.
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Satisfecho, tomó el
camino para su hogar.
Próximo a su casa vio
las luces de un parque
de diversiones que
habían montado aquel
día.
La música, las luces y
el movimiento de
personas atrajeron la
atención de Fernando.
Adoraba el parque de
diversiones con
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sus juguetes y
su música.
Principalmente
el carrusel, con
los caballitos
que subían y
descendían
rodando siempre
al son de una
música, le
encantaba. |
Se quedó parado,
mirando. ¡Como le
gustaría subir a aquel
carrusel!
El precio de una entrada
para una vuelta en el
juguete era el mismo que
había gastado comprando
el pedazo de pastel para
la pequeña mendiga. Si
no hubiera comprado el
dulce, ahora tendría el
dinero para dar una
vuelta en el carrusel.
Se acordó, sin embargo,
de la carita sucia
y
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satisfecha de la
niña y alejó ese
pensamiento
egoísta de su
cabeza.
|
“No tiene importancia” —
pensó — “Mamá siempre me
dijo que todo aquello
que hagamos a los otros,
Dios nos dará el doble.
Está, por lo tanto, bien
empleado mi dinero”.
En eso, percibió a un
chico muy bien vestido a
su lado, chupando un
helado. Viendo a
Fernando mirar el
carrusel, él le
preguntó:
— ¿Quieres subir al
caballito?
— Quiero. Pero no tengo
dinero — respondió.
El chico le extendió dos
pasajes diciendo,
indiferente:
— Toma.
— ¡Pero no tengo con qué
pagar! — tartamudeó
Fernando.
— No tiene importancia.
Ya estoy cansado de esos
juguetes. Mi padre es
dueño de ese parque y
tengo siempre cuantos
pasajes quiero.
Agradecido, Fernando
miró los pasajes con los
ojos húmedos de emoción,
mientras decía para sí
mismo:
— Mi madre tenía razón.
¡Yo sabía que Dios me
iba a retribuir, pero no
pensé que fuera tan
rápido!...
Tia Célia
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