En cierta casa, María
ayudaba como empleada
doméstica. Como la
dueña, Celina, trabajaba
fuera, María era
responsable por todas
las tareas.
Cierto día Joel, el hijo
de la pareja, buscó un
libro y no lo encontró.
Muy enfadado, preguntó a
la empleada:
|
— María, ¿usted vio mi
libro de portugués?
— No lo vi, Joel — la
mujer respondió, con
atención y cariño.
— ¿No? ¡Yo lo dejé sobre
la mesa y no está más
|
allá! ¡Preciso
de él con
urgencia! La
culpa es suya,
pues vive
arreglando la
casa y guarda
todo lo que
encuentra —
gritó irritado. |
María recibió la carga
de vibraciones de rabia
del jovencito y,
sintiendo gran malestar,
fue para su cuarto y
dejó que lágrimas
doloridas le
descendieran por las
mejillas.
Al llegar para el
almuerzo, Celina
encontró todo quieto y
no sintió el olor bueno
de comida. Sobre el
fuego, ninguna cazuela.
Sorprendida y
preocupada, buscó a la
ayudante, encontrándola
en su cuartito,
acostada.
— ¿Qué pasó, María?
¿Usted está enferma? —
indagó solícita.
Enjugando las lágrimas
del rostro, María
respondió serena:
— No pasó nada, Doña
Celina. Tuve un
malestar, pero ya pasó.
Ni conseguí hacer el
almuerzo hoy, pero tiene
lo suficiente en la
nevera. Voy a calentar
la comida.
— No. Queda acostada,
María. Yo hago eso.
Celina fue para la
cocina y colocó en el
fuego las cazuelas de
arroz y alubias.
Mientras eso hizo una
tortilla, y preparó una
ensalada. Eliseu, su
marido, había llegado y
ella fue a llamar al
hijo, que estaba en el
cuarto.
Encontró a Joel muy
enfadado. El cuarto
estaba todo
desarreglado. Las
repisas vacías y los
libros en el suelo. Las
ropas, tiradas por todos
lados. Espantada, la
madre preguntó:
— Mi hijo, ¿qué está
ocurriendo? ¡Parece que
pasó un huracán por
aquí!
|
|
Muy irritado, el chico
se puso a acusar: |
|
— Fue María, madre,
tengo certeza. ¡Ella
escondió mi libro de
portugués y yo no lo
hallo en lugar alguno!
¡Necesito urgentemente
de él para estudiar! ¡No
sé donde buscar más!...
La madre abrazó al hijo,
que sollozaba, se sentó
con él en la cama y lo
calmó:
— Queda tranquilo, Joel.
Encontraremos tu libro.
Pero ahora entiendo el
malestar de María, que
está en la cama, sin
condiciones de
levantarse y con el
rostro hinchado de tanto
llorar. Tú estuviste
peleando con ella, ¿no
es?
— ¡Pero ella es la
culpable, mamá! ¡Ella
tiene que hallar mi
libro!...
Celina comprendió lo que
había ocurrido y,
delante de la rabia de
él, creyó que era hora
de esclarecer todo.
Explicó al hijo:
— Joel, ten paciencia
con María. Tú no lo
sabes, pero ella vino
para nuestra casa porque
la familia de ella murió
en una inundación.
Cuando llegó a la
ciudad, tocó en nuestra
puerta con un bebé en
los brazos y pidió
comida. Estaba muerta de
hambre. Hice un plato
para ella y, mientras
comía, conversábamos. Me
pareció buena muchacha y
le ofrecí un empleo, que
ella aceptó, satisfecha.
Después, llena de
vergüenza, explicó que
tenía un problema: ella
era analfabeta, pero
preguntó si podría
quedarse asimismo, a lo
que yo respondí que no
tenía problema. Después,
podría frecuentar una
escuela nocturna, y ella
quedó feliz de la vida.
— Madre, ¿quieres decir
que María no está
alfabetizada? — indagó
el chico, apenado.
— No, mi hijo. Ella
tiene vergüenza de su
condición de analfabeta.
Durante esos años,
siempre que yo tocaba el
asunto, ella decía que
no tenía tiempo, que
cuando fuese, resolvería
ese asunto. Y el tiempo
fue pasando...
Con los ojos húmedos de
llanto, Joel murmuró:
— Pero... Y el bebé,
¿qué ocurrió con él?!...
La madre lo miró con los
ojos húmedos y
respondió:
— Tú eres ese bebé,
Joel. Como ella no tuvo
condiciones de cuidar
del hijo, sugirió que yo
y tu padre lo
adoptáramos. Así, tú
fuiste registrado con
nuestro nombre y pasaste
a tener dos madres.
Gracias a Dios, llegó la
hora de que tú sepas de
eso, mi hijo.
Sorprendido con la
situación y llorando al
pensar en lo que había
hecho, Joel murmuró:
— Madre, yo fui muy malo
con María. La acusé de
haber escondido mi
libro. Ahora entiendo
como ella debe haber
quedado ofendida
conmigo. Yo la herí
profundamente.
Voy a hablar con ella.
— Ve, mi hijo. María
merece todo tu cariño.
Joel fue hasta el cuarto
de Maria y la encontró
sentada en la cama,
pensativa. Al verlo,
ella se disculpó por la
perdida del libro, a lo
que él respondió dándole
un abrazo:
— Perdóname, María. La
culpa no es tuya. ¡Yo es
que no cuido de mis
cosas! Ignoraba que tú
no sabías leer.
Discúlpame. Mira, ¿te
gustaría que yo te
enseñara a leer y
escribir?
Llena de contentamiento,
ella respondió:
— Es lo que más quiero
en esta vida, Joel.
Gracias, muchas gracias.
Alegres, ellos se
dirigieron al comedor,
donde la madre ya
arreglaba la mesa y
colocaba los platos con
la comida. Se sentaron
todos para almorzar, y
Joel quiso hacer la
oración.
|
— Señor Jesús, nosotros
Te agradecemos por un
día más, por el alimento
que vamos a comer y por
la presencia de mi madre
María, que enriquece con
su luz nuestra casa. Y
que yo pueda ayudarla,
dándole mucho amor, como
ella nos ha ayudado hace
tantos años.
María, sorprendida y
llena de emoción,
|
comprendiendo
que él ahora
sabía la verdad,
abrazó al hijo
con mucho amor. |
Más tarde, arreglando la
barahúnda de su cuarto,
Joel encontró el libro
bajo la cama. Se acordó
entonces de que,
estudiando por la noche,
se había dormido con el
libro en la mano, que
había resbalado para
bajo la cama.
Lo más importante es que
ahora Joel estaba feliz
con las dos madres que
Dios le había dado de
regalo.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
31/03/2014.)
|