Hélio, chico de diez
años, de sentimientos
buenos y deseo de
servir, en sus oraciones
pedía a Jesús que lo
ayudara a ser útil a su
prójimo.
Tanto él
pidió que cierta
ocasión, en la escuela,
vio a un amigo que no
estaba bien y preguntó
qué estaba ocurriendo.
Con la mano tocando la
cabeza y expresión de
dolor, Vítor se quejó:
—
¡Ay!... Mi cabeza me
está doliendo mucho,
Hélio.
En aquel
momento, Hélio sintió
voluntad de ayudar al
compañero. Extendiendo
la mano, tocó la cabeza
del chico y dijo con
seguridad:
— Jesús
va a ayudarte, Vítor. No
te preocupes, tu dolor
va a pasar.
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En la
misma hora el dolor
desapareció y el otro
miró para Hélio,
sorprendido.
En la
hora del recreo, Vítor
contó a otros compañeros
lo que había ocurrido e
inmediatamente todos
cercaban a Hélio, todo
avergonzado.
— ¿Qué
hiciste tú para curar a
Vítor? — preguntó uno de
ellos.
— No
hice nada. Sólo pedí
ayuda a Jesús, y sentí
que el dolor iba a pasar
si yo colocaba la mano
en la cabeza de él.
—
Entonces, quiero que
cures mi pierna, Hélio —
pidió Celeste. — Hace un
mes que me duele sin
parar. Ya fui al médico,
pero no la curó. ¡Por
favor!
— Voy a
intentar — dijo Hélio,
con duda.
Él
extendió la mano para la
pierna de la compañera y
en la misma hora la
pierna de ella quedó
buena. Los niños
tocaron las palmas,
entusiasmados.
Al día
siguiente, un pariente
de Vítor, fue a buscar
al chico a casa, pero él
se negó a ayudar,
temiendo que la madre lo
viera y él tuviera que
explicar algo que, para
él, no tenía
explicación. Pero el
joven insistió:
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— Hélio,
tengo dolor en el
estómago. Yo te doy una
moneda si me curas.
Al oír
la propuesta, los ojos
de Hélio brillaron. Él
estaba juntando dinero
para comprar un aparato
móvil. Decidió aceptar.
Extendió la mano, y tocó
la barriga del muchacho,
e
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inmediatamente
estaba con la
moneda prometida
en su mano. |
A partir
de ahí, Hélio comenzó a
cobrar una moneda para
curar a las personas. Al
ver tanta gente tocando
a su puerta, la madre de
Hélio se extrañó y
preguntó qué estaba
ocurriendo. El niño
contó la verdad a la
madre y ella,
preocupada, explicó:
— Mi
hijo, si lo que me
contaste es verdad, tú
recibiste de Jesús el
don de curar, que exige
mucha seriedad, pues es
algo que no es tuyo. Te
fue dada esa facultad
para ayudar a las
personas. Como no es
algo que tú compraste —
¡vino de Jesús! — no
puedes poner precio.
¿Entendiste?
Sí,
Hélio había entendido,
pero no conseguía parar.
Así, continuó recibiendo
una moneda por colocar
la mano en las personas
y ellas quedaban
curadas. ¡Hasta el día
en que nada ocurrió!
—
¡Devuélveme mi moneda! —
gritó alguien. —
Continúo con dolor.
¡Tú no hiciste
nada!
A partir
de ahí, las personas
comenzaron a pelear con
Hélio, queriendo golpear
a él por no conseguir
curarlas, y él tuvo que
huir para casa,
escondiéndose bajo la
cama.
Tras
calmar al pueblo y los
revotados se alejaron,
la madre fue a buscar al
hijo. Hélio salió de su
escondite, llorando de
miedo. La madre lo
abrazó y se sentó con él
para conversar.
— Mi
hijo, ¿te acuerdas de
que te alerté, afirmando
que tú podrías perder
esa facultad de curar si
continuabas cobrando por
tus servicios?
El niño
bajó la cabeza,
concordando:
— Sí,
mamá. Yo me acuerdo.
Pero como estaba
juntando monedas para
comprar un teléfono
móvil... Creí que no
haría mal si continuaba
un poco más. ¡Después,
yo iba a parar!
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— Sólo
que no podemos poner
precio a aquello que no
nos pertenece, hijo. La
mediumnidad de cura es
dada por Dios para
ayudar al prójimo. Jesús
dijo que debemos dar
gratuitamente lo que
recibimos gratuitamente.
Jesús y los apóstoles
eran muy pobres, pero no
cobraban por las curas
que hacían. Hélio, las
curas eran de los Amigos
Espirituales que hacían,
mi hijo, no tú.
El chico
se puso a llorar
sentidamente:
— Madre,
yo pedí a Jesús que me
diese una manera de
ayudar a las personas,
hacer algo de bueno y de
útil para ellas. Sólo
que, cuando me
ofrecieron dinero, el
interés hizo que yo
aceptara.
—
Exactamente. Entonces,
busca ayudar de otro
modo.
—
¿Como?
— Tú
encontrarás una manera.
Observa a las personas y
ve lo que ellas
necesitan.
A partir
de ese día, Hélio pasó a
observar a los
compañeros, las personas
de la calle, los
vecinos, y descubrió que
todos necesitaban de
ayuda. Había compañeros
que no entendía
matemática, y él se
dispuso a enseñar;
cuando tocaban a la
puerta de su casa
necesitando de alimentos
o de ropas, él daba; un
vecino estaba triste por
haber perdido a la
esposa y Hélio pasaba
horas consolándolo,
explicando que nadie
muere y que, un día, él
tendría noticias de la
esposa. Y así por
delante.
Luego
nadie más se acordaba de
aquella época en que
Hélio podía curar, pero
se acordaban de él como
el compañero servicial,
el vecino cariñoso que
le gustaba oír a las
personas, de ayudar a la
madre que necesitaba
salir, aceptando cuidar
de un niño, o al chico
que estaba siempre
dispuesto a ayudar a los
necesitados que pasaban
por la calle.
Pero la
madre, observando las
acciones de Hélio, como
él se dedicaba al
prójimo, a veces decía
al hijo:
—
Continúa así, mi hijo.
¿Y, quien sabe, un día,
tú puedas volver a
curar?...
MEIMEI
(Recebida por Célia X,
de Camargo, em 26 de
agosto de 2013.)
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