Cláudio, de 11 años,
entró en casa muy
molesto y contó a la
madre:
— Paré para mirar una
vitrina, y dejé la
bicicleta en el
bordillo. Al volver,
ella había sido
atropellada. ¡Quedó toda
amasada! ¿Qué hago
ahora, madre?
Y Cláudio se sentó en el
sofá a llorar. Al ver al
hijo en aquel estado, la
madre lo consoló:
— ¿Qué es eso, hijo? Los
problemas ocurren. Voy a
pedir a tu padre para
ver si da para
repararla; si no
pudiera, paciencia.
¡Pero no te desesperes!
Todo se resuelve.
Pero el chico estaba
desolado. Ella lo miró,
colocó las manos en la
cintura y dijo:
— Hijo, ¿ya pensaste si
en la escuela, ante
cualquier dificultad para aprender, los
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alumnos se
pusieran a
llorar? ¿O quien
estuviera
ahogándose, en
vez de nadar, se
pusiera a
llorar? |
Él paró de llorar,
enjugó el rostro, oyendo
atento lo que la madre
decía. Después, explicó:
— ¡Es que me gusta mucho
esa bicicleta, madre! ¡Y
como está, creo que no
tiene reparación!
Llena de piedad, la
madre sonrió, se sentó
al lado del hijo y lo
abrazó:
— ¡Ah, ahora mejoraste!
Pensé que tú no fueras a
parar de llorar.
Cláudio, para todo
existe una solución.
Vamos a ver lo que tu
padre tiene que decir.
Cuando el padre llegó,
madre e hijo corrieron
para saber de la
bicicleta.
El padre, delante de la
ansiedad del chico,
explicó:
— Hijo, tu bicicleta no
tiene reparación. Está
muy rota y, para
arreglar, el precio es
grande. Mejor comprar
una bicicleta nueva.
— ¡Ah, papá! ¡Pero a mí
me gustaba tanto ella!
¿No es así para reparar?
El padre explicó que,
había tanto trabajo que
hacer, que no
compensaría el esfuerzo.
— ¡Pero padre, yo quiero
a “mí” bicicleta!
— ¡Si tú haces tanta
cuestión, ve a buscarla!
Ella está en la casa de
tu tío Beto, que es allí
cerca. Pero ahora vamos
a almorzar. Estoy
hambriento — el padre
dijo, suspirando.
Después del almuerzo,
Cláudio corrió para la
casa del tío. Allá, vio
su bicicleta amontonada
en el patio como trasto
inútil. Pidió ayuda al
tío Beto, que la llevó
para casa en su coche.
Pero Cláudio no sabía
aún lo que hacer con
ella.
Al día siguiente, salió
recorriendo los
talleres; explicaba como
la bicicleta había
quedado, y preguntaba el
precio de la reparación.
¡El precio de las piezas
nuevas, separadamente,
era muy alto! Pero, sin
desanimar, él continuó
buscando una solución.
Hasta que, cansado,
entró en el Taller de
Ari. El precio
continuaba alto.
Entonces, ya sin
fuerzas, él se sentó en
un banco allí mismo,
desanimado. El dueño,
que lo observaba
disfrazadamente, sintió
pena del chico y
resolvió ayudarlo.
— Bien. Hay una manera
de reparar la bicicleta
y es más barato — dijo
el hombre.
— ¿Cuál?... — indagó el
chico levantando la
cabeza, interesado.
— ¡Tú puedes comprar
piezas usadas, pero en
buen estado de
conservación!
— ¡Ah! ¡Yo no sabía de
eso! — exclamó Cláudio,
más animado.
Ari le dio algunas
direcciones donde podría
conseguir las piezas, el
chico agradeció y salió
corriendo para buscar
las piezas necesarias.
¡Pero, aun así, él no
poseía el dinero que
necesitaba!
En casa, cogió las
monedas de su cofrecito;
era poco. Entonces,
decidió trabajar. Buscó
pequeños trabajos en la
vecindad: limpió
jardines, llevó perros
para pasear, hizo tareas
en casa y para el tío
Beto. Así, consiguió más
recursos.
De ese modo, algunos
días después, él volvió
al taller llevando en
una carretilla las
piezas que había
comprado. El dueño del
taller lo miró, y
explicó:
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— Las piezas, tú ya las
tienes. ¡Ahora sólo vas
a necesitar pagar el
trabajo de mano de obra!
— Y pasó el precio que
hizo a Cláudio erizar
los cabellos:
— ¡Pero yo no tengo más
dinero, Ari!... —
exclamó él, poniéndose a
llorar.
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El dueño lo miró, lleno
de compasión, y dijo: |
— Tienes otra salida — y
al ver al chico parar de
llorar y levantar la
cabeza, explicó — ¡Tú
mismo haces el trabajo!
— ¿Yo? ¡Encuentro buena
idea, pero no sé hacer
nada, Ari!
— Yo te enseño, si tú
estás dispuesto a
aprender. ¡Así,
quedará gratis!
Lleno de alegría,
Cláudio aceptó la
sugerencia. Entonces, a
partir del día
siguiente, en la parte
de la tarde, él iba a
trabajar en el taller de
Ari.
Así, comenzó a aprender
el oficio, a partir de
la reparación de su
bicicleta; cuando no
podía trabajar en ella,
él ayudaba a Ari
llenando neumáticos,
engrasando, pintando
bicicletas y todo lo que
fuera necesario.
De esa forma, luego su
bicicleta quedó lista.
¡Fue una alegría verla
nuevecita en chapa,
enderezada y con pintura
reluciente! Cláudio
agradeció a Ari por todo
lo que había hecho por
él, desde la ayuda con
la bicicleta hasta el
trabajo que le enseñó.
Terminando por afirmar:
— Jamás podré pagarle
por eso, Ari!
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— ¡Claro que puedes!
Ahora que sabes todo
sobre el taller, puedes
trabajar conmigo,
ganando una cantidad por
mes. ¿Qué piensas? — Ari
respondió conmovido.
Cláudio no se contuvo y
saltó al cuello de él,
dándole un abrazo
fuerte.
— ¡Acepto con placer!
¡Es lo que más
quiero!... ¿Pero por qué
desea que yo trabaje
aquí?
— Porque tú mostraste
que tienes voluntad,
determinación y garra
para vencer. Tú
mostraste que eres un
vencedor. En la vida,
Cláudio, eso es muy
importante.
El chico volvió para
casa orgullosamente
llevando su bicicleta
nueva. Al verla
reformada, los padres no
conseguían creer que
fuera la misma.
— Sí, papá. ¡Es mi
bicicleta! Me esforcé y
yo mismo la reformé, con
la ayuda del jefe.
Ahora, tengo hasta
trabajo. Fui contratado
para trabajar en el
taller de Ari.
Satisfechos, los padres
lo abrazaron, sabiendo
que el hijo no estaría
más llorando por las
esquinas delante de una
dificultad, sino que
tendría garra y fuerza
para vencer, lo que en
la vida le sería de gran
importancia.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
26/05/2014.)
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