Jonas y Abel, chicos
vecinos y muy amigos,
acostumbraban a jugar
siempre juntos.
Sin embargo, Jonas era
desprendido y no se
incomodaba cuando Abel
quería jugar con sus
juguetes. Ya Abel, muy
egoísta, no le gustaba
cuando Jonas cogía un
juguete suyo, del cual
tenía celos.
Ocurrió que Jonas en su
cumpleaños, obtuvo un
juguete lindo: un
camioncito que, al
conectar, encendía luces
y quedaba parpadeando,
mientras rodaba por el
suelo.
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Abel, envidioso, no dijo
nada, pero se quedó con
el corazón apretado de
rabia. ¡Él quería tener
un juguete como aquel!
¡Pero todo era para
Jonas!
Sus ojos se cerraron y
él quedó removiendo su
envidia. Siempre que
veía el camioncito
quería jugar con él y
Jonas lo dejaba, sin
problemas.
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Hasta que un día, lleno
de envidia, Abel
aprovechó que Jonas no
estaba cerca, pues había
ido a atender a una
llamada de la madre;
como había quedado solo
en el cuarto, tomado por
un sentimiento malo,
Abel estiró un hilo del
carrito, que paró de
funcionar.
Después, asustado con lo
que había hecho, se fue
para su casa.
Pero Jonas, de buen
corazón, había hablado
con su madre y le contó
lo que pretendía hacer:
— ¡Mamá, a Abel le gusta
tanto mi carrito que
parpadea las luces! Creo
que voy a dárselo para
él.
— ¡Tú eres quien sabe,
mi hijo! ¡Si el juguete
no te va a hacerte
falta!... — dijo la
madre.
— Me Gusta Abel, mamá, y
siento que él mira
diferente para aquel
carrito nuevo. ¡Él no
tiene muchos regalos!
Quiero ver la alegría de
él cuándo se lo de.
La madre abrazó al hijo
con cariño, y murmuró:
— Tú eres un niño que
vale oro, Jonas. Es
difícil ver a un chico
en tu edad ser tan
desprendido a punto de
dar a un amigo un regalo
que tuviste en el
cumpleaños!
— Es que a mí me gusta
realmente Abel, mamá.
— Haz lo que tu
corazoncito mande, hijo.
Para mí, está todo bien.
Entonces, cuando Abel
volvió al día siguiente
para jugar, Jonas lo
abrazó y dijo:
— Abel, yo noté que te
gusta mucho mi carrito
nuevo.
¡Decidí dartelo de
regalo para ti!
El amigo abrió muchos
los ojos, sorprendido,
sin poder creer. Y
Jonas, cogiendo el
juguete en los brazos,
lo dio a Abel:
— ¡Ahora él es tuyo,
Abel!
El otro tartamudeó, sin
saber qué decir:
— Pero... pero... ¡Es el
juguete más nuevo que tú
tienes, Jonas!...
Abrazando al amigo,
Jonas respondió alegre:
— Yo sé, Abel. Sin
embargo creo que a ti te
gusta más que yo.
¡Entonces, ahora él es
todo tuyo!
Abel, arrepentido por lo
que había hecho, notó
que el otro no sabía el
estado del juguete, y
dijo:
— Pero él está roto,
Jonas...
Sorprendido, Jonas miró
para el amigo y para el
carrito:
— ¡No! Aún ayer yo jugué
con él!
Está perfecto.
Pero, al coger el
juguete, notó que él no
parpadeaba más las luces
alegremente.
Entonces, volviéndose
para Abel preguntó:
— ¿Qué ocurrió con él?
Abel no tuvo coraje de
contar y bajó la cabeza,
lleno de vergüenza.
En aquel momento, Jonas
entendió que el amigo
había estropeado su
camioncito por envidia.
Lleno de piedad por él,
dijo:
— No te preocupes, Abel.
Mi padre le gusta
reparar juguetes.
¡Quédate tranquilo,
luego él estará
parpadeando las luces de
nuevo!
Arrepentido por lo que
había hecho, Abel gritó:
— ¿No entiendes que fui
yo que estropeé tu
camioncito? Siempre tuve
envidia de ti, Jonas.
Estoy arrepentido,
puedes creer.
¡Perdóname! — y se puso
a llorar.
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Jonas lo abrazó y dijo:
— Me gustas mucho, Abel.
Tengo seguridad de que
no harás eso más, ¿no
es?
— ¡Nunca más! ¿Aún
quieres ser mi amigo,
Jonas?
— ¡Claro que quiero!
¿Vamos a jugar?
— Tú eres un amigo muy
especial, Jonas. ¡Gracias!
Y cuando la madre entró
en el cuarto para
avisarlos de que la
merienda estaba lista,
encontró a los dos
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amigos jugando y
riendo en el
suelo, felices. |
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
Camargo, em 15/9/2014.)
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