El pueblo judío
aguardaba
ansiosamente al
Mesías anunciado
por los profetas
de la
Antigüedad, el
cual, llegando
al mundo,
pudiera
liberarlo del
yugo de Roma,
pero Jesús vino
y no fue
absolutamente
entendido por
los israelíes.
Conforme dijo
Emmanuel, los
sacerdotes no
esperaban que el
Redentor buscara
la hora más
oscura de la
noche para
surgir en el
paisaje
terrestre, pues,
según su
concepción,
Cristo debería
llegar en el
carro magnífico
de sus glorias
divinas y
conferir a
Israel el cetro
supremo en la
dirección de los
pueblos del
planeta.
Hubo, pero,
quien lo
reconociera como
Cristo anunciado
por los profetas
de la
Antigüedad,
aunque haya él
llegado humilde
entre los
animales de un
pesebre y como
hijo de un
simple
carpintero.
Entre los que lo
reconocieron
debemos destacar
a aquellos que
más tarde se
harían sus
discípulos,
apóstoles y
seguidores, que
pudieron oír de
la propia voz de
Jesús, en
diversas
ocasiones, ser
él el Enviado
del Padre, como
muestran estos
pasajes
bíblicos:
“Quien quiera
que me reciba,
recibe aquel que
me envió.”
(Lucas, 9:48.)
“Aquel que me
desprecia,
desprecia a
aquel que me
envió.” (Lucas,
10:16.)
“Aquel que me
recibe no me
recibe a mí,
sino que recibe
aquel que me
envió.” (Marcos,
9:37.)
“Aún estoy con
vosotros por un
poco de tiempo y
voy enseguida
para aquel que
me envió.”
(Juan, 8:42.)
Jesús no es
Dios, pero sí un
enviado del
Padre a la
Tierra
Está bien
caracterizado en
las citas
transcritas que
Jesús hablaba en
nombre del Padre
y fue por Él
enviado, hecho
que muestra una
dualidad de
personas y
excluye la
igualdad entre
ellas, porque el
enviado
necesariamente
es alguien
subordinado a
aquel que lo
envía. Ese
pormenor merece
ser meditado por
todos cuántos
piensan que
Jesús y Dios
constituyen una
única persona,
un equívoco que
es igualmente
contestado por
las citas
siguientes:
• “Si me
amarais, os
rejubilizaríais,
pues que voy
para mi Padre,
porque mi Padre
es mayor que
yo.” (Juan,
14:28.)
• “No he hablado
por mí mismo; mi
Padre, que me
envió, fue quién
me prescribió,
por mandamiento
suyo, lo que
debo decir y
cómo debo
hablar; y sé que
su mandamiento
es la vida
eterna; lo que,
pues, yo digo es
según lo que mi
Padre me ordenó
que lo diga.”
(Juan, 12:49 y
50.)
Los apóstoles,
evidentemente,
creían piamente
ser Jesús el
Mesías
aguardado, lo
que puede ser
deducido con
facilidad de las
siguientes citas
constantes de
Actos de los
Apóstolos:
“Que, pues, toda
la Casa de
Israel sepa, con
absoluta
certeza, que
Dios hizo Señor
y Cristo a Jesús
que vosotros
crucificasteis.”
(Actos, 2: 33 a
36.)
“Moisés dijo a
nuestros padres:
El Señor vuestro
Dios os dará de
entre vuestros
hermanos un
profeta cómo yo.
Escuchar en todo
lo que él diga.
Quién no
escuchara a ese
profeta será
exterminado del
medio del
pueblo. Fue por
vosotros de
entrada que Dios
di a su Hijo y
os lo envió para
bendeciros.”
(Actos, 3:22, 23
e 26.)
“Fue a él que
Dios elevó por
su diestra, como
siendo el
príncipe y el
salvador, para
dar a Israel la
gracia de la
penitencia y la
remisión de los
pecados.”
(Actos, 5:29 a
31.)
“Pero, estando
Esteban lleno
del Espíritu
Santo y elevando
los ojos al
cielo, vio la
gloria de Dios y
Jesús que estaba
de pie a la
derecha de
Dios.” (Actos,
7:55 a 58.)
Antes de venir,
Jesús envio a la
Tierra uma
pléyades de
misioneros
No es difícil
comprender que
la venida de
Jesús entre
nosotros
envolvió un
intenso trabajo
por parte de
todos aquellos
Espíritus
convocados a
participar de su
gloriosa misión.
Cada cual
recibió una
tarea
específica, de
dedicación y
amor, a fin de
facilitar la
venida del
gobernador
espiritual de la
Tierra a los
planos
inferiores.
Inicialmente,
Jesus envió a
las sociedades
del globo el
esfuerzo de
auxiliares
valerosos en las
figuras de
Ésquilo,
Eurípedes,
Heródoto y
Tucídides y, por
fin, la
extraordinaria
personalidad de
Sócrates, entre
los griegos. En
China
encontraremos Fo-Hi,
Lao-Tsé y
Confúcio; en el
Tibet, la
personalidad de
Buda; en el
Pentateuco,
Moisés; en el
Corán, Mahoma,
de modo que cada
pueblo recibió,
en épocas
diversas, los
instructores
enviados por el
Maestro.
La familia
romana, cuyo
esplendor
consiguió
atravesar
múltiples eras,
parecía
atormentada por
los más tenaces
enemigos
ocultos, que al
poco le minaron
las bases más
sólidas,
sumergiéndola en
la corrupción y
en el exterminio
de sí misma. La
venida de Cristo
estaba próxima y
Roma, sede del
mundo, parecía
no darse cuenta
de eso.
La aproximación
y la presencia
consoladora del
Divino Maestro
en el mundo era
motivo
suficiente para
que todos los
corazones
experimentaran
una vida nueva,
aunque ignoraran
la fuente divina
de aquellas
vibraciones
confortadoras.
Las entidades
angélicas del
sistema, en las
proximidades de
la Tierra, se
mueven y varias
providencias de
vasta y generosa
importancia son
adoptadas. Son
escogidos los
instructores,
los precursores
inmediatos, los
auxiliares
divinos. Una
actividad única
se registra
entonces, en las
esferas más
próximas del
planeta y,
cuando reinaba
Augusto en la
sede del
gobierno del
mundo, se vio
una noche llena
de luces y de
estrellas
maravillosas.
Armonías divinas
cantaban un
himno de
sublimadas
esperanzas en el
corazón de los
hombres y de la
naturaleza.
Las entidades
angélicas del
sistema, en las
proximidades de
la Tierra, si
mueven y varías
providencias de
vasta y generosa
importancia son
adoptadas. Son
escogidos los
instructores,
los precursores
inmediatos, los
auxiliares
divinos. Una
actividad única
se
Una era de
armonía precedió
el advenimiento
de Jesús
Los
historiadores
del Imperio
Romano siempre
observaron con
espanto los
profundos
contrastes de la
gloriosa época
de Augusto. Cayo
Júlio César
Octavio había
llegado al poder
envuelto en una
serie de
acontecimientos
felices. Comenzó
con aquel joven
enérgico y
magnánimo una
nueva era.
El gran imperio,
como
influenciado por
un conjunto de
fuerzas
extrañas,
descansaba en
una onda de
armonía y
júbilo, tras
guerras
seculares y
tenebrosas. El
paisaje glorioso
de Roma jamás
había reunido
tan grande
número de
inteligencias,
ya que fue en
esa época que
surgieron
Virgílio,
Horácio, Ovídio,
Salústio, Tito
Lívio y Mecenas.
La razón de ese
espanto se debe
al hecho de que
muchos
historiadores no
se dieron cuenta
que fue en esa
misma ocasión
que el mundo
conoció el
Evangelio. Se
olvidaron que el
noble Octavio
era también
hombre y,
obviamente, no
consiguieron
saber que en su
reinado una
cohorte
especial,
relacionada a la
obra de Cristo,
se aproximaba a
la Tierra, en
una vibración
profunda de amor
y de belleza.
Se acercaban a
Roma y del mundo
Espíritus
belicosos, no
más, como Aníbal
o Alejandro,
pero otros que
se vestirían de
los andrajos de
los pescadores
para servir de
base
indestructible a
las eternas
enseñanzas del
Mesías. Emergían
en los fluidos
del planeta los
que prepararían
la venida de
Jesús y los que
se
transformarían
en seguidores
humildes e
inmortales de
sus espacios
divinos.
El hecho es que,
con la llegada
de Cristo, se
cumplían las
profecías: nacía
Jesús y se
iniciaba para el
globo terrestre
una nueva era,
cuyo
advenimiento es
recordado por
los hombres,
todos los años,
por ocasión de
la Navidad, como
haremos de nuevo
esta semana.
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