Rosa iba caminando por
la acera cuando vio a un
muchacho que venía en
sentido contrario
cargando una canasta
llena de verduras.
Al ver a la niña, el
muchacho se detuvo y,
pasando un pañuelo por
su rostro sudoroso, le
preguntó:
- Oye niña, ¿será que tu
madre necesita verduras?
Rosa miró las verduras,
medio marchitas bajo el
fuerte sol, y respondió:
- No sé. Voy camino a la
escuela y no puedo
volver a casa. Vaya a mi
casa y hable con mi
mamá.
¡Queda aquí muy cerca! –
Y le dio la dirección.
- Bueno, no sé si sirva
de algo ir para allá… -
consideró después de
mirar las verduras.
- ¿Y por qué?- preguntó
el joven, con los ojos
desorbitados.
- ¡Vea cómo están!
¡Están marchitas, feas!
El joven escuchó a la
niña y bajó la cabeza,
desanimado.
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- Lo sé. Estoy tratando
venderlas desde
temprano, bajo este sol,
sin resultado. Pero,
¿qué puedo hacer?
¡Necesito dinero!
- Ahora tengo que ir a
la escuela – dijo Rosa,
despidiéndose agitando
su mano.
El muchacho se sentó en
la acera, dudando.
¡Después decidió ir a la
casa de la niña!
Tomó su canasta y siguió
el rumbo que le habían
indicado. Al llegar, vio
una casa bonita, con un
lindo jardín y se quedó
sin valor para tocar. Al
final tocó la campanita;
una señora con rostro
simpático fue a atender.
- Estoy vendiendo
verduras, señora.
¿Quisiera comprar?
La señora de la casa
miró al jovencito, que
transpiraba mucho. Miró
la canasta, después las
manos, que el joven
escondía, y percibió que
estaban heridas. El
muchacho esperaba, con
la cabeza gacha. Con una
sonrisa ella dijo,
animada:
- ¡Pues voy a comprar
todas tus verduras!
El muchacho levantó la
cabeza, con los ojos
desorbitados y balbuceó:
- Tal vez usted no lo
haya notado, pero están
un poco marchitas…
- No te preocupes, hijo
mío. ¡Es sólo colocarlas
en agua y ellas volverán
a estar bonitas! –
respondió, gentil, la
señora de la casa.
- ¡Ah!
¡Qué bueno! Estoy feliz,
pues no me gustaría que
la señora se perjudicara
con la compra – dijo él,
aliviado.
Mirándolo con piedad,
ella dijo:
- ¡Pareces ser un buen
muchacho! ¿Quieres
entrar y comer algo,
tomar un jugo o agua?
¡Debes haber estado
caminando mucho tiempo
bajo el sol!
Él agradeció, aceptando
el ofrecimiento de la
señora tan buena. Poco
después, estaba sentado
en la cocina conversando
con ella, que ya sabía
que su nombre era
Toninho, y quería saber
más sobre su vida.
- Mi nombre es Irene,
Toninho. ¿Por qué estás
vendiendo verduras con
una canasta tan pesada?
- Doña Irene, somos
pobres. Mi madre planta
verduras en el huerto de
casa: coles, lechuga,
achicoria y muchas
otras. Pero no puede
venderlas, pues tengo
hermanos pequeños: uno
de dos años y otro de
seis meses. Mi padre era
albañil y murió hace
algún tiempo. ¡Entonces
tenemos que conseguir
dinero para vivir!...
Irene estaba conmovida
con la historia de
Toninho. Disfrazando su
emoción, salió de la
cocina y volvió poco
después con una caja de
primeros auxilios. Le
lavó las manos, se las
secó bien, y las curó
envolviéndolas con una
venda, para que no les
entrara la suciedad y
sanaran pronto.
Después, le dio un
emparedado y un vaso de
juego bien heladito.
Toninho comió y bebió en
un instante. ¡Estaba
con mucha hambre! Se
sentía mucho mejor ahora.
Irene le preguntó si la
casa donde vivían era de
ellos, pero Toninho
respondió:
- No, doña Irene. Mi
papá era albañil, pero
nuestra casa es
alquilada.
Ahora, el dueño quiere
sacarnos por falta de
pago del alquiler
atrasado. ¡No sé qué
vamos a hacer!
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- No te preocupes,
Toninho. ¡Vamos a
solucionarlo! – dijo
Irene con el corazón
apretado de compasión,
tranquilizándolo.
Tuvo una idea, y la
señora decidió conocer a
la mamá de Toninho.
Tomando la canasta,
fueron en carro hasta la
casa del muchacho. Allá,
la mamá de Toninho se
quedó soprendida al
verlo llegar con una
señora tan distinguida
y, como él tenía las
manos envueltas en
vendajes, se asustó,
pero Irene la calmó
diciendo:
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- No se preocupe, Lucía.
¡Mucho gusto!
Soy Irene.
Toninho está bien. Él se
lastimó las manos al
cargar la canasta, y
vine a traerlo.
Lucía la invitó a
sentarse y, acomodadas,
Irene explicó:
- Supe de su situación
por Toninho. ¿Aceptaría
trabajar con nosotros?
Tenemos una casa al
fondo, donde pueden
vivir. Así, estará cerca
de sus hijos,
especialmente del bebé.
¡Nuestra familia es
pequeña, sólo tenemos
una hija y la casa es
muy grande para nosotros
tres!...
Al oír la propuesta,
Lucía comenzó a llorar
de emoción.
- Doña Irene, ¡pero
claro que acepto!...
¡Fue Dios quien la trajo
aquí! ¡Que Dios la
ampare siempre!... Usted
quitó un peso de mis
hombros. He orado mucho
a Jesús pidiendo que me
abriera un camino, pues
estaba angustiada con
nuestra situación.
Los niños estaban
felices y Toninho
lloraba de alegría y
alivio. Los pequeños no
sabían lo que estaba
sucediendo pero, al ver
a su madre feliz,
sonreían también.
Así, cuando Rosa llegó
de la escuela,
¡sorpresa!, se enteró de
la decisión de su madre.
Se sintió aliviada, pues
durante la tarde no pudo
olvidarse del vendedor
de verduras y la manera
como lo había tratado.
Rosa recibió a Toninho y
su familia con los
brazos abiertos,
agradeciendo a Jesús,
que sin duda había
guiado a su madre para
ayudarlos.
MEIMEI
(Recibido por Célia X.
de Camargo, el
18/08/2014.)
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