Gustavo, hijo de una
familia rica, era muy
orgulloso. Vivía en una
casa grande y hermosa,
donde no le faltaba
nada. Todo lo que pedía,
su papá se lo daba.
Como no podía ser de
otra manera, debido a
sus condiciones de vida,
Gustavo también era
muy egoísta. Nunca
dejaba nada para nadie.
Cierto día, Gustavo
salió de casa y, con la
mano en el bolsillo,
sentía plena
satisfacción por el
dinero que su papá le
había dado para comprar
lo que quisiera.
El orgulloso niño
comenzó a caminar por
las calles mirando todo
lo que podía comprarse
con el dinero que tenía
en su bolsillo. Miraba
las vitrinas de ropa, de
zapatos, de juguetes,
pero nada le
interesaba.
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Caminó mucho bajo el
fuerte sol del verano
hasta sentirse cansado.
En cierto momento,
decidió
parar para descansar.
Pero antes vio una
heladería y compró un
helado. Después, se
sentó en un banco frente
a la heladería.
Apenas se había sentado
a la sombra, ansioso por
comenzar a tomar su
delicioso helado, cuando
un muchacho andrajoso se
sentó también en el
mismo banco.
Irritado con la
presencia del muchacho
de ropa vieja y sucia,
que parecía hambriento,
Gustavo se volvió hacia
el otro lado, fingiendo
no haberlo visto. Pero
el niño miraba el helado
que Gustavo tenía en la
mano y dijo con una
sonrisa:
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-¡Qué hermoso helado!
¡Debe estar delicioso!
Ah! ¡Cómo me gustaría
probarlo!
Al oír esas palabras del
niño, Gustavo levantó
aún más su cabeza, con
arrogancia, y dijo:
- ¡Pues no probarás de
mi helado! ¡Sólo esto me
faltaba! ¡Tener que
darte una cucharada de
mi delicioso helado!
¡Fuera de aquí,
chiquillo!
Pero el pobrecito
respondió:
- ¿Cómo puede alguien
como tú, que tiene buena
ropa, que usa zapatillas
caras y que debe tenerlo
todo, ser tan egoísta?
¡Si yo tuviese lo que tú
tienes, ayudaría a quien
no tiene!...
Escuchando al niño de la
calle, Gustavo se puso
rojo de rabia y no sabía
si responder o tomar su
helado, que comenzaba a
derretirse en su mano.
Y
respondió:
- ¡Sí, soy rico! ¿Y qué?
¡Puedo comprar todo lo
que quiera! ¡Incluso
este helado! Pero es mío
y no voy a compartirlo
con nadie, mucho menos
con un niño maleducado
como tú, ¿entendiste?
Viendo a Gustavo
enojado, sonrió al darse
cuenta que el helado ya
chorreaba por su brazo,
y sugirió:
- Creo que mejor
deberías tomar tu
helado, sino te quedarás
sin él. ¡Mira! ¡Se está
derritiendo todo!
- Es tu culpa, atrevido.
¡Si me hubieras dejado
tomar mi helado en paz,
esto no habría pasado!
De buen humor, el niño
respondió:
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- ¡Es verdad! Pero
si tú me hubieras
invitado una cucharada
cuando te lo pedí, no
hubieras perdido tu
helado.
¿Viste? ¡Por ser
egoísta, perdiste tu
delicioso helado! |
Gustavo miró con
tristeza su helado
derretido en su mano.
Después se volteó hacia
el niño que lo miraba,
también desolado, y que
se lamentó:
- Discúlpame. Al verte
tan bien vestido, limpio
y perfumado, todo
orgulloso y además con
un delicioso helado en
las manos, no pude
resistir la tentación de
jugar contigo. Estoy
arrepentido. Ahora ni tú
ni yo podremos probar el
helado, ¡que ya se
chorreó por toda tu
ropa!
La expresión del niño
era conmovedora y
graciosa al mismo
tiempo. Gustavo comenzó
a reír. Después de un
rato los dos reían sin
parar.
En
seguida, Gustavo
dijo:
- Tienes razón. Fui muy
egoísta.
¿Cómo te llamas?
- Juanito. ¿Y tú?
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- Gustavo. ¿Sabes lo que
voy a hacer? ¡Ven
conmigo! Voy a comprar
dos helados: ¡uno para
mí y otro para ti!
- ¿En serio, Gustavo?
- ¡Claro! ¡Como tú
dijiste, tengo dinero!
- ¡Ah! ¿Y puedo escoger
el sabor?
|
- Claro que
puedes.
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- ¡Ah! ¡Entonces, quiero
uno de chocolate y
fresa! Siempre pensé que
deberían ser los mejores
sabores, pero nunca pude
comprar uno.
¡Así que hoy voy a
probarlos!
Después de pedir los
helados, se sentaron en
un banco y saborearon
aquellas delicias,
riendo y conversando
como buenos amigos. Al
terminar de tomar su
helado, Juanito llevó la
mano a su barriga y,
respirando a fondo, con
expresión de
satisfacción, dijo:
- ¡Ah! ¡Qué helado tan
delicioso! Gracias,
Gustavo, por tu
generosidad.
Al llegar a casa, le
contó a sus papás lo que
le había sucedido y cómo
se avergonzó delante del
niño, con el helado
derretido en las manos.
Y, con una sonrisa,
prometió:
- Dios no ha dado mucho;
¿no es así, papá? ¿Por
qué no podemos compartir
un poco de lo mucho que
tenemos con quien tiene
menos que nosotros?
¡Sentí tanta
satisfacción al ver la
alegría de Juanito, que
mi corazón se hinchó
dentro de mi pecho! ¡No
quiero ser orgulloso y
egoísta con nadie nunca
más!... ¡Creo que Jesús
está contento conmigo!
El papá asintió,
satisfecho:
- Sin duda, hijo mío. El
hecho de que tengamos
dinero no significa que
debemos considerarnos
mejores que las otras
personas, porque todos
somos hermanos, hijos de
Dios, ¡Nuestro Padre!
A partir de ese día,
Gustavo nunca más olvidó
que el orgullo y el
egoísmo no nos traen
nada bueno, alejan las
personas de nosotros y
nos impiden hacer
amigos. Y durante toda
su vida, nunca olvidó
esa lección que le dio
un niño de la calle.
MEIMEI
(Mensaje recebido por
Célia X. Camargo el
13/04/2015.)
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