Siendo muy inteligente,
a Cayo no le gustaba que
sus demás compañeros
tuvieran en sus exámenes
notas más altas que las
suyas. Por eso, cuando
la profesora de
portugués devolvió los
exámenes con las notas,
Cayo se puso rojo de
rabia. Sumamente
irritado, vio que la
nota de Eduardo era más
alta que la suya y se
dejó envolver por
sentimientos negativos
contra su compañero.
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Eduardo, humilde, llegó
donde Cayo y exclamó
maravillado:
- ¡No sé cómo me fue tan
bien en esta prueba,
Cayo! Estudié bastante,
es verdad, ¡pero nunca
había sacado la mejor
nota de la clase!...
Lleno de rabia, Cayo no
respondió, dándole la
espalda, como si el
compañero tuviera la
culpa por haberlo
superado en la
evaluación de la
profesora, y regresó a
casa pensando con el
corazón lleno de
amargura:
- ¡Eduardo me las
pagará! ¡Me voy a vengar
de él!
|
Al llegar a casa, Cayo
no quiso almorzar
alegando tener dolor de
cabeza. Su mamita
amorosa quiso saber lo
que había sucedido, pero
él respondió de mala
manera:
- No pasó nada, mamá.
Tengo dolor de cabeza.
Creo que es por el sol
fuerte.
- Puede ser, hijo mío.
En esta época, el sol
quema mucho. Voy a
traerte un analgésico.
La mamá salió del cuarto
y Cayo, con los ojos
cerrados, siguió
pensando cómo vengarse
del compañero que
consiguió una nota más
alta que la suya.
Tanto pensó que lo
consiguió.
“¡Ya sé lo que voy a
hacer!
¡Eduardo me las pagará!
Quiero verlo siendo el
hazmerreír de toda la
clase.” Y dio una buena
risotada anticipando la
situación.
Algunos días después,
tocó el timbre para el
recreo y todos salieron
de la sala. Cayo fingió
arreglar sus cosas
hasta que todos
salieron. Después, tomó
un estuche de lápices
nuevo y bonito que le
regalaron por su
cumpleaños y lo colocó
en la mochila de
Eduardo, escondiéndolo
bien al fondo. Después,
satisfecho, salió al
patio.
Terminado el receso,
todos volvieron al salón
y se
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acomodaron en
sus asientos. En
ese instante,
fingiendo buscar
algo en su
mochila, Cayo
gritó:
|
- ¡Profesora, mi caja de
lápices nueva
desapareció!...
- ¿Cómo así, Cayo? ¿Los
trajiste a la escuela
hoy? Mira bien en tu
mochila.
- ¡Sí los traje,
profesora! ¡Pero ahora
ya no están aquí y
quiero saber quién me
los robó!
Los alumnos se
inquietaron, cada cual
afirmando no haber
tomado nada, fastidiados
con la actitud de Cayo.
Pero él gritó:
- ¡Exijo que todos
muestren lo que tienen
en sus mochilas!
Entonces los alumnos
abrieron sus bolsos,
sacando todo lo que
tenían. Cuando llegó el
momento de Eduardo,
vació sus cosas y, para
su asombro, ¡la caja de
lápices de Cayo
apareció!
Rojo de vergüenza,
Eduardo gritó asustado:
- ¡No sé por qué esa
caja de lápices vino a
parar aquí, profesora!
¡Le juro que no lo robé!
Pero Cayo, sintiéndose
victorioso, lo acusó:
- ¿Y quién podría
haberlo puesto en tu
mochila, Eduardo?
- ¡No lo sé! ¡Pero juro
por Dios que no lo hice!
¡Crea en mí, profesora!
Jamás tomé algo de
alguien sin permiso.
Somos pobres, es verdad,
pero mi mamá me enseñó
que debemos respetar lo
que es de los demás –
decía él, llorando
copiosamente.
De repente, no
soportando más las
miradas de sus
compañeros, Eduardo
corrió hacia la puerta,
salió del salón y se fue
a la calle, sin mirar
nada de lo que tenía por
delante. Cruzó la calle
y, de repente, escuchó
los frenos de un carro y
algo lo lanzó hacia
arriba, cayendo algunos
metros adelante.
En la escuela también
oyeron el barullo y
corrieron para ver lo
que estaba pasando. Para
el asombro de todos,
vieron a Eduardo en el
piso, inmóvil.
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Alguien que pasaba por
ahí socorrió al niño,
que estaba inconsciente.
Llamó a una ambulancia,
que pronto llegó y se
llevó al niño al
hospital.
Alumnos y profesores,
asustados, miraban lo
sucedido, imaginando la
razón del accidente.
Uno de los transeúntes
informó: |
- El niño salió de la
escuela y atravesó la
calle sin mirar hacia
los lados.
¡Parecía enloquecido y
lloraba mucho! Algo muy
grave tiene que haber
pasado.
Al escuchar eso, la
profesora miró a Cayo,
que bajó la cabeza y
comenzó a llorar:
- ¡Fue mi culpa! Cuando
acusé a Eduardo, él se
avergonzó. Lo lamento
mucho… ¡Yo lo acusé sin
que tuviera la culpa!
Fui yo quien colocó la
caja de lápices en su
mochila, profesora.
Tenía envidia porque él
sacó mejor nota que yo
en la última prueba.
Profesora y alumnos, al
escuchar eso, bajaron
sus cabezas,
entristecidos, pero
contentos porque Cayo
había confesado su acto
vergonzoso. La profesora
decidió:
- ¡Vamos al hospital,
Cayo! Necesitamos saber
cómo está él. Y ustedes,
puede volver a sus
casas. No tendremos más
clases por hoy – informó
la profesora a los demás
alumnos.
Al llegar al hospital,
pidieron información y
supieron que Eduardo
estaba bien. Se había
golpeado la cabeza en el
asfalto, pero nada grave
le había sucedido.
- ¿Podemos verlo? –
preguntó la profesora.
- Sin duda. ¡Acompáñenme!
Éstá en la sala de
curaciones – dijo el
enfermero.
Al ver a Eduardo en una
camilla, con la cabeza
cubierta con gasas, Cayo
comenzó a llorar.
Acercándose al lecho,
lleno de vergüenza,
confesó a su compañero:
- Eduardo, quiero que me
perdones. Fui yo quien
colocó la caja de
lápices en tu mochila
porque estaba enojado
porque sacaste una nota
más alta que yo. Tú
merecías la nota, pero
perdí el control e
inventé el robo poniendo
mi caja de lápices en tu
mochila. ¡Por favor,
perdóname! Sé que no lo
merezco, pero…
Eduardo, entre lágrimas,
mostró una gran sonrisa:
- No te preocupes, Cayo.
Para mí, es suficiente
que sepan que no te robé
nada. No soportaría que
mi mamá sepa eso, porque
ella siempre me enseñó
que no podemos tomar
nada de nadie sin
permiso. Estoy feliz y
me sigues cayendo bien
como antes. Siempre
fuimos amigos, ¿no?
Cayo abrazó a Eduardo
con mucho cariño y
gratitud, diciendo:
- Sabía que tú eras
mejor y más generoso que
yo, pero no podía
imaginar cuánto.
¡Gracias, Eduardo! Ahora
entiendo qué importante
es ser honesto.
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, el
15/12/2014.)
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