“(...)
Creer
que Dios
haya
creado
un ser
eternamente
dedicado
al mal,
saboteador
contumaz
de Su
obra, es
actitud
ingenua
que
alcanza
las
rayas de
la más
sórdida
blasfemia.”
François
C. Liran
Satán,
Demo,
Belzebur,
Cosa
Mala,
Lucifer,
el
Bicho,
Pie-Rachado,
Demonio,
Belfegur,
tales
son las
denominaciones
por las
cuales
se hizo
notable
el
Diablo,
siendo
esta
última (Belfegur)
acuñada
por Jean
Weier,
que
negligentes
autoridades
de la
Iglesia
permitieron
se
esparciera
en los
círculos
católicos
para
nombrar
los
titulares
antípodas
del
Bien,
dándoles
(¡pásmense!)
¡“estatus”
de
rivales
de
Dios!
Incluso
Goethe,
para
Fausto
aumentó
las ya
abundantes
denominaciones
para el
designado
Señor de
las
Tinieblas,
llamándolo
Mefistófeles,
señor de
los
vándalos
y
perversos...
Ser
temible
engendrado
por
mentes
enfermas
y
encharcadas
por los
intereses
subalternos,
leyenda
viva y
verdadero
anti-héroe,
cuya
figura
se
conserva
hasta
hoy en
el
imaginario
cristiano,
tal
criatura
malhechora
ha sido
excelente
auxiliar
de las
religiones
medievales
y
contemporáneas
que
necesitan
de ese
tipo de
terrorismo
para que
sean
aquietadas
sus
ingenuas
ovejas
en los
estrechos
y áridos
apriscos
dogmáticos.
Tal
terrorismo
adquiere
contornos
dramáticos
cuando,
extrapolando
las
fronteras
del
mundo
físico,
invade
el Mundo
Espiritual,
en el
cual, a
través
de
ideoplastias,
las
criaturas
desencarnadas
portadoras
de
clichés
mentales
creados
y
nutridos
por
ellas
mismas,
acaban
quedando
frente a
frente
con esa
demoníaca
Entidad,
que en
verdad
es la
fantasía
de algún
Espíritu
malo que
de esa
forma se
muestra
para
aterrar
a su
indefensa
y
crédula
víctima1.
Las
mismas
instrucciones
eclesiásticas
que
mandaron
quemar
libros
espíritas
en la
hoguera,
aprobaron
(coherentemente)
el libro
de
autoría
de
Collin
de
Plancy
que trae
la
descripción
minuciosa
de
diversos
demonios.
CLICHÉS
MENTALES
Silas1
explica
que las
ideas
macabras
de la
magia
degradante,
cuáles
sean las
de la
brujería
y del
demonismo
que las
iglesias
denominadas
cristianas
propagan,
a
pretexto
de
combatirlos,
manteniendo
creencias
y
supersticiones,
al
precio
de
conjuraciones
y
exorcismos,
generan
los
clichés
mentales
demoníacos
en los
desencarnados
de
cerebros
débiles
y
desprevenidos
que
incitan
tales
absurdos,
estableciendo
epidemias
de pavor
alucinatorio.
Por otro
lado,
las
inteligencias
desencarnadas,
entregadas
a la
perversión,
se valen
de esos
cuadros
mal
contornados
que la
literatura
fetichista
o la
predicación
invigilante
distribuyen
en la
Tierra,
a manos
llenas,
y les
imprimen
temporal
vitalidad,
así como
un
artista
del
lápiz se
aprovecha
de los
dibujos
de un
niño,
tomándolos
por base
en los
dibujos
seguros
con que
pasa a
impresionar
el ánimo
infantil.
Se hace,
por lo
tanto,
evidente
y fácil
de “reconocer
que cada
corazón
edifica
el
infierno
en que
se
aprisiona,
en
consonancia
con las
propias
obras.
Así,
tenemos
con
nosotros,
los
diablos
que
deseamos,
según el
modelo
escogido
o
modelado
por
nosotros
mismos”,
concluye
Silas.
Ahora,
si Dios
es la
Infinita
Bondad,
(y de
eso no
podemos
dudar),
¡¿cómo a
partir
de Él,
el Sumo
Bien,
podría
haber
surgido
un Ser
que Le
fuera la
antítesis?!
Tal es
la
polémica
surgida
en el
seno de
la
Iglesia
Católica
en la
baja
Edad
Media.
Pero,
Santo
Agustín
(hoy
redimido
por el
conocimiento
espírita)
dio, a
aquel
tiempo,
una
solución
que
satisface
a las “lúcidas”
cabezas
medievales:
libre
albedrío.
Según
ese
Padre de
la
Iglesia,
mientras
más
próxima
una
criatura
está de
Dios,
mayor es
su
inteligencia
y su
libertad
de
elección.
Y en el
uso de
tal
libertad
incluso
los
Avatares
de la
más alta
jerarquía,
creaciones
más
perfectas
del
Todo-Poderoso,
pueden
escoger
libremente
entre lo
correcto
y lo
equivocado.
LUCIFER
Así, el
Diablo
otro no
es sino
el Ángel
de Luz
(Lucifer)
que hizo
la
elección
equivocada
(!?¡),
llevando
con él
toda una
cohorte
de
áulicos
y
lisonjeadores.
Tal
teoría
agostiniana
no
prevalece
los días
de hoy
cuando
el
Espiritismo
viene a
explicarnos
que el
Espíritu
no
retrocede2.
La
imaginación
de San
Agustín
(bien
entendido
el San
Agustín
encarnado
en la
Edad
Media,
aún no
iluminado
por las
claridades
del
Espiritismo)
va más
lejos:
con su
concepto
filosófico
de LUZ
(del
“Fiat
Lux”
bíblico),
localiza
en las
claridades
del día
el
momento
inicial
de la
actuación
divina.
Por
contraste,
la noche
y su
oscuridad
pasan a
incorporar
las
horas
demoníacas,
el
periodo
temporal
de mayor
vigor
del mal,
originando
ahí la
expresión
“Espíritu
de las
Tinieblas”.
Esa
diabólica
figura
mitológica,
conservada
en la
sal
insulsa
de los
dogmas
generados
en el
útero
estéril
de la
Iglesia,
experimentó
el auge
de su
fama y
gloria
con San
Tomás de
Aquino
que la
colocó
en un
pedestal
de peso
tan
importante
que su
presencia
en la
religión
acaba
rivalizando
y no es
raro,
superando
la
presencia
de Dios,
creando,
entonces
un clima
de
terror.
En una
predicación
de menos
de
veinte
minutos,
determinados
líderes
(ciegos
guiando
ciegos)
religiosos
mencionan
la
palabra
“diablo”
no pocas
decenas
de
veces,
quedando
bastante
difuminada
o
totalmente
nula las
figuras
de Dios
y de
Jesús.
Se hace
necesario
volver
en
siglos
el
tiempo
para
poder
asistir
al
nacimiento
del
Diablo,
porque
ya al
tiempo
de
Jesús,
según
cita
hecha
por
Marcos,
El
Tierno
Rabí fue
tachado
de
asociación
con él3:
“(...)
por
el
príncipe
de los
demonios
expulsa
los
demonios”.
El
Diablo
es el
anti-héroe
creado
con la
finalidad
de
asustar
al
pueblo
ignorante
para
hacerlo
sumiso a
los
dogmas
absurdos
y
mantener
el “estatus”
de la
casta
sacerdotal
con su
parasitismo
ancestral.
EL
DAIMON
DE
SÓCRATES
La
palabra
demonio,
de
daimon”,
originaria
de la
Grecia
clásica,
no
poseía
la
connotación
actual
de genio
de las
tinieblas.
Nos
recuerda
el
Maestro
Lionés
que esta
denominación
no era
tomada a
mala
parte en
la
antigüedad
tal como
lo hemos
conocido
en los
tiempos
contemporáneos,
una vez
que no
designaba
exclusivamente
seres
malhechores,
sino
todos
los
Espíritus
en
general,
de entre
los
cuales
se
destacaban
los
Espíritus
Superiores
llamados
dioses,
y los
menos
elevados,
o
demonios
propiamente
dichos,
que se
comunicaban
directamente
con los
hombres.
Sócrates
decía
ser
íntimo
de un “daimon”
de quien
aprendía
altos
conceptos
filosóficos,
y
afirmaba
que
después
de la
muerte,
el
daimon
(entiéndase
Espíritu
protector)
que nos
fuera
designado
durante
la vida,
nos
lleva a
un lugar
donde se
reúnen
todos
los que
tienen
que ser
conducidos
al
Hades,
para ser
juzgados.
El
Maestro
Lionés
tuvo el
celo de
estudiar
este
tema a
la
exactitud
en los
capítulos
IX y X
del
libro
básico:
“El
Cielo y
el
Infierno”,
donde
con su
habitual,
contundente
e
indiscutible
lógica,
concluye
que la
creencia
en la
existencia
de tal
Ser
resultaría
en el
siguiente
trágico
e
inadmisible
colofón:
Dios se
engañó,
luego,
sólo
podemos
con la
Iglesia,
absurdamente
concluye:
Dios no
es
infalible
(¡?¡)
Con el
cincel
de su
raciocinio
lúcido,
Allan
Kardec
nos
lleva a
la raíz
del
nacimiento
del
Diablo
al
levantar
la vieja
cuestión
del Bien
y del
Mal.
Dice él5:
“probada
y
patente
la lucha
entre el
bien y
el mal,
triunfante
este
muchas
veces
sobre
aquel, y
no
pudiéndose
racionalmente
admitir
que el
mal
derivara
de un
benéfico
poder,
se
concluyó
por la
existencia
de dos
poderes
rivales
en el
gobierno
del
mundo.
De ahí
nació la
doctrina
de los
dos
principios,
además
lógica
en una
época en
que el
hombre
se
encontraba
incapaz
de,
razonando,
penetrar
la
esencia
del Ser
Supremo.
¿Cómo
comprendería,
entonces,
que el
mal no
pasa de
estado
transitorio
del cual
puede
emanar
el bien,
conduciéndolo
a la
felicidad
por el
sufrimiento
y
auxiliándole
el
progreso?
EL BIEN
Y EL MAL
Los
límites
de su
horizonte
moral,
nada
permitiéndole
ver más
allá de
su
presente,
en el
pasado
como en
el
futuro,
tampoco
le
permitía
comprender
que ya
hubiera
progresado,
que
progresaría
aún
individualmente,
y mucho
menos
que las
vicisitudes
de la
vida
resultaban
de las
imperfecciones
del ser
espiritual
en él
residente,
el cual
preexiste
y
sobrevive
al
cuerpo,
en la
dependencia
de una
serie de
existencias
purificadoras
hasta
alcanzar
la
perfección.
Para
comprender
cómo del
mal
puede
resultar
el bien
es
preciso
considerar
no una,
sin
embargo,
muchas
existencias;
es
necesario
incautar
el
conjunto
del cual
— y sólo
del cual
—
resultan
nítidas
las
causas y
respectivos
efectos.
El doble
principio
del bien
y del
mal fue,
durante
muchos
siglos,
y bajo
varios
nombres,
la base
de todas
las
creencias
religiosas.
Lo vemos
así
sintetizado
en
Oromase
y
Arimane
entre
los
persas,
y en
Jehová y
Satán
entre
los
hebreos.
Sin
embargo,
como
todo
soberano
debe
tener
ministros,
las
religiones
generalmente
admitieron
potencias
secundarias,
o buenos
y malos
genios.
Los
paganos
hicieron
de ellos
individualidades
con la
denominación
genérica
de
dioses y
les
dieron
atribuciones
especiales
para el
bien y
para el
mal,
para las
adicciones
y para
las
virtudes.
Los
cristianos
y los
musulmanes
heredaron
de los
hebreos
los
ángeles
y los
demonios.
Se
concluye,
por lo
tanto,
fácilmente
que la
doctrina
de los
demonios
tiene
origen
en la
antigua
creencia
de los
dos
principios:
el Bien
y el
Mal”.
El hecho
que
permitió
la
génesis
de la
doctrina
de los
demonios
fue la
total
ignorancia
medieval
que
entonces
existía
acerca
de los
verdaderos
atributos
de Dios:
Único,
Eterno,
Inmutable,
Inmaterial,
Omnipotente,
Soberanamente
Justo y
Bueno,
Infinito
en todas
las
Perfecciones.
Tal es
el eje
en torno
al cual
–
necesariamente
–
necesita
girar
todo y
cualquier
concepto
filosófico
o
doctrinario
que
quiera
alinearse
con la
verdad y
con la
lógica.
EL DIOS
HEBRÁICO
En un
periplo
en la
historia
de las
civilizaciones
antiguas
con el
historiador
Carlos
Roberto
F.
Nogueira,
con base
en su
libro: “El
Diablo
en lo
Imaginario
Cristiano”,
EDUSC, y
en la
compañía
de Sávio
Laterce,
alumno
en
Filosofía
por la
IFCS-UFRJ,
en su
excelente
reportaje
publicado
en el
Periódico
de
Brasil,
edición
de
30.06.2001,
podemos
observar
la
eterna e
interminable
lucha
del Mal
contra
el Bien,
con sus
respectivos
ejércitos
y armas
de
combate,
así como
la
nítida
característica
anfibológica
de los
dioses,
ya que
entre
los
antiguos
pueblos
orientales,
ciertos
dioses
ya
incorporaban
potencias
destructoras,
negativas,
e -
invariablemente
–
portaban
la
especificación
típica
de la
lógica
del mito
que los
marcaba:
la
ambigüedad.
Baal
era, a
la vez
el dios
mesopotámico
del
huracán
y de la
fecundidad.
Hades
representaba
la
divinidad
griega
que
protegía
a los
ladrones
y
también
la que
guardaba
los
rebaños.
Apolo,
el dios
griego
de la
belleza,
de la
música y
del
equilibrio,
tenía su
faceta
oscura
conectada
a
rituales
de
adivinación,
a la
falta de
claridad
en las
palabras
y los
castigos
sumarios.
Incluso
el Dios
hebraico
del
Viejo
Testamento
sigue
esa
misma
línea:
es
bueno,
pero
sólo con
aquellos
que Le
son
buenos o
simpáticos,
teniendo
un
fuerte
lado
celoso y
vengativo.
El
motivo
para
tamaña
dicotomía
no es
difícil
de
presentir:
los
relatos
del
origen
del
Universo
en
diferentes
culturas
revelan
que es
preciso
unir
fuerzas
constructivas,
organizadoras,
con
difusos
chorros
creativos
multidireccionados
para la
realización
de la
tarea.
La
cultura
hebraica
que legó
herencia
a la
religión
cristiana
se bañó
en el
caldo
cultural
brotado
de la
rica
fuente
de los
primitivos
y
ancestrales
cultos.
“El
pueblo
judaico”,
-
explica
Laterce
-
“conectado
por
raíces a
Mesopotamía
y al
politeísmo,
definió,
en torno
al siglo
VI a.C.,
Javé
como
Dios
único y
más
perfecto
que los
dioses
de otras
culturas.
Acosados
permanentemente
por
persas,
babilonios
y
mesopotámicos,
el
exterior
y lo
desconocido
tienen
para los
hebreos
el
carácter
de
amenaza.
El
extranjero
gira el
lugar de
las
divinidades
de
segundo
orden y
también
el
territorio
del
adversario,
que en
hebraico
significa
satán.
Pero,
junto
con la
promesa
del más
allá y
la idea
dualista
de dos
mundos –
influencias
de
persas y
caldeos
– surgen
las
nociones
de Cielo
e
Infierno,
la
división
más
marcada
de bien
y mal y
también
algunos
mitos
que
narran
el viaje
para un
mundo
superior,
celeste...
El Dios
es
único,
pero el
mal está
disperso
en un
agrupamiento
de
Entidades.
(Continúa
en la
próxima
edición.
- KARDEC, Allan. O Livro dos Espíritos. 88.ed. Rio [de Janeiro]: FEB, 2006, q. 118.
- KARDEC, Allan. O Evangelho Seg. o Espiritismo. 129.ed. Rio [de Janeiro]: FEB, 2009, – Introdução.
- KARDEC, Allan. O Céu e o Inferno. 51.ed. Rio [de Janeiro]: FEB, 2003, IX, itens 4 a 6.
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