Lucía, de nueve años de
edad, había aprendido
con sus papás que, al
despertar, debía hacer
una oración agradeciendo
a Jesús por el nuevo día
y pidiendo amparo para
actuar bien siempre con
todos.
Así, Lucía hizo su
oración y, confiada, se
levantó con la seguridad
de que todo iría bien
ese día. Se sentía feliz
y de buen humor. Se
arregló, tomó su
desayuno y se despidió
de su mamá. Pero al
salir se acordó que
necesitaba llevar los
diez reales que su
profesora había pedido
para pagar el transporte
del paseo que harían la
próxima semana.
La mamá le dio un
billete de diez reales y
dijo:
- Hija mía, no vayas por
la calle con el dinero
en la mano. Guárdalo en
tu mochila.
- Quédate tranquila,
mamá, lo voy a guardar
-. Y con
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una sonrisa
cruzó la puerta
en dirección a
la escuela.
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Lucía caminaba por la
calle feliz. Al pasar
por un árbol, vio a un
hombre recostado en ella
y se dio cuenta de que
la miraba con interés.
Él vio el billete de
diez reales que ella aún
tenía en su mano y
avanzó con la mano
extendida, le arrancó el
billete y salió
corriendo.
Asustada, la niña se
puso a gritar. Las
personas que pasaban por
ahí se detuvieron,
preguntando qué había
pasado. Entre lágrimas,
señaló hacia el hombre
que corría.
Un hombre que venía en
sentido contrario vio al
hombre andrajoso que
corría hacia él y, al
mismo tiempo, más atrás,
vio a la niña que
lloraba. No lo dudó.
Sujetó al miserable con
fuerza y se puso a
gritar:
- ¡Policía! ¡Policía!
¡Venga rápido!
¡Ladrón!... – Y
arrastraba al hombre en
dirección hacia la niña
que lloraba. Un carro de
policía que pasaba se
detuvo para ver lo que
sucedía. El hombre que
sujetaba al ladrón dijo:
- ¡Él le robó a esa
niña!
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Los policías bajaron de
carro y preguntaron a la
pequeña si era verdad lo
que el caballero decía.
Lucía, roja por llorar,
miró al ladrón y vio
mucho miedo en su
mirada, como si le
suplicara silencio.
Entonces ella se acordó
de Jesús y pensó: “Si yo
estuviera en el lugar de
él, ¿cómo me gustaría
que actuaran conmigo?”
Su corazón se llenó de
piedad por aquel pobre
hombre andrajoso, que
parecía hambriento y que
tal vez había robado
para comer. De repente,
Lucía sed dio cuenta que
aún no había contestado
a la pregunta de los
policías y ellos
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esperaban.
Entonces miró al
ladrón, después
a los policías y
dijo:
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- Fui yo quien le dio
los diez reales.
- ¡Pero tú estabas
llorando!... – exclamó
el caballero que
sujetaba al andrajoso.
- Yo estaba llorando
porque me caí y sentía
dolor.
Los policías no estaban
convencidos, pero
soltaron al andrajoso
que salió corriendo.
Lucía fue a la escuela y
se justificó ante la
profesora diciendo que
se había olvidado el
dinero y que lo traería
al día siguiente. Ella
se sentía en paz con su
conciencia.
Una semana después, un
hombre tocó el timbre de
la casa de Lucía. La
mamá atendió:
- Me gustaría hablar con
su hija, señora.
La mamá lo invitó a
entrar y sentarse.
Después llamó a Lucía,
diciéndole que un hombre
deseaba hablar con ella.
Al verlo, la niña no lo
reconoció. Él explicó:
- ¿No te acuerdas de mí?
Fui yo quien te robó el
billete de diez reales
el otro día.
- ¡Ah! No lo reconocí.
¡Se ve tan diferente,
señor!
- Es verdad. En ese
momento, yo estaba
desesperado, sin empleo,
no tenía dinero y
necesitaba comprar
comida y medicina para
mi hijita que estaba
enferma. Al ver el
billete de diez reales
en tu mano, no resistí y
lo robé – esclareció el
hombre, lleno de
vergüenza.
La mamá de Lucía agrandó
los ojos, asustada.
Ignoraba lo que había
sucedido. Su hija le
había dicho que había
perdido el dinero. El
hombre lloraba,
emocionado al ver que
hasta la mamá ignoraba
lo que había sucedido.
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Entonces le
contó,
terminando por
afirmar:
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- Gracias a su hija, no
fui detenido. Consciente
de haberme equivocado,
empecé a actuar de forma
diferente. Volví a casa,
tomé un baño, me puse
ropa limpia y salí a
buscar trabajo. Dios me
ayudó y pronto estaba
trabajando. Entonces,
vine a devolver lo que
su hija me dio.
Sacó un billete de diez
reales de su bolsillo y
se lo entregó a la
muchachita:
- Gracias, niña. Me
diste una gran lección,
y la necesitaba. Fue
Jesús quien me ayudó a
través de tus manos,
pues no sería de esa
manera que yo iba a
resolver mis problemas.
Nunca olvidaré lo que
hiciste por mí.
Él se levantó y la
abrazó, emocionado,
diciendo que le gustaría
que fueran amigos. Lucía
sonrió y estuvo de
acuerdo:
- Jesús también me
ayudó. Al despertar, le
había pedido a Él que yo
pudiera hacer lo mejor
ese día. ¡En verdad,
Jesús nos ayudó a los
dos!
Se volvieron grandes
amigos y siempre
contaban a los demás
cómo se habían conocido,
afirmando que Jesús
siempre nos socorre,
pero es necesario que
sepamos entender su
voluntad.
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, el
28/09/2015.)
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