Somos
constructores de
nuestro destino
De manera
contraria a lo
que muchos
piensan, la
Doctrina
Espírita nos
enseña que gran
parte de las
aflicciones y
vicisitudes
humanas tiene su
causa en hechos
ocurridos en la
presente
existencia y que
el hombre es, en
general, el
artificie de sus
propios
infortunios.
Es obvio que
existen en
nuestra vida
males cuyas
causas no se
encuentran
absolutamente en
el presente, y
Allan Kardec los
relaciona en el
ítem 6 del cap.
V del libro El
Evangelio según
el Espiritismo.
Pero el
codificador del
Espiritismo deja
allí bien
evidente que,
mismo en esos
casos, el hombre
es el causador
de las propias
aflicciones, una
vez que el
destino de las
personas es
trazado por sus
actitudes y por
su
comportamiento
delante de Dios,
del prójimo y de
sí mismas.
Somos, pues, los
constructores de
nuestro destino.
Enseña el
Espiritismo que,
llegado el
momento de un
nuevo retorno al
escenario
terrestre, el
Espíritu escoge
las pruebas a
que desea
someterse, y
tales pruebas
están siempre en
relación con sus
necesidades y
las faltas que
cumple expiar.
Resumiendo con
perfección la
cuestión del
libre albedrío,
Kardec explica
que esa libertad
de escoja es
ejercida por los
Espíritus de dos
maneras bien
distintas.
Cuando se
encuentran
desencarnados,
consiste en la
escoja de la
existencia y de
la naturaleza de
las pruebas.
Cuando
encarnados, en
la facultad que
tienen de ceder
o de resistir a
los arrastres a
que
voluntariamente
se sometieron.
Cabe a la
educación –
complementa el
codificador del
Espiritismo –
combatir esas
malas
tendencias. (Cf.
El Libro de los
Espíritus,
cuestión 872.)
Kardec no se
refiere ahí a la
instrucción,
pero sí a la
educación, por
él definida como
siendo el
conjunto de los
hábitos
adquiridos, en
cuya tarea la
orientación y el
ejemplo de
padres y
educadores son
de fundamental
importancia.
Hay en la
historia de la
educación un
pasaje conocido.
El gran Licurgo,
legislador
griego que vivió
alrededor del
siglo IV antes
de Cristo, fue
invitado a
proferir un
discurso al
respecto del
valor de la
educación para
los jóvenes.
Licurgo aceptó
la invitación,
pero pidió un
plazo para
prepararse,
hecho que causó
extrañeza, pues
todos sabían que
él tenía
capacidad y
condición de
hablar sobre el
tema a cualquier
momento.
Transcurrido el
plazo
solicitado,
Licurgo
compareció
delante el
público que se
reuniera para
oírlo. El orador
se puso en la
tribuna y, luego
enseguida,
entraron dos
criados, cada
cual cargando
dos jaulas. En
una de ellas
había dos
liebres y, en la
otra, dos
perros. Después
de una señal
previamente
establecida, uno
de los criados
abrió la puerta
de una de las
jaulas y la
pequeña liebre
blanca salió
corriendo,
espantada. Luego
enseguida, el
otro criado
abrió la jaula
donde estaban
los perros y uno
de ellos salió
corriendo
velozmente tras
la liebre. El
perro la alcanzó
con destreza,
despedazándola
rápidamente.
La escena fue
chocante. Nadie
consiguiera
entender lo que
el gran orador
pretendía con
semejante
agresión. Mismo
así, él nada
dijo. Tornó a
repetir la señal
combinada y otra
liebre fue
libertada.
Enseguida, el
otro perro. El
pueblo, temiendo
nueva escena de
agresividad, mal
contenía la
respiración y
algunos, más
sensibles,
llevaron las
manos a los ojos
para no ver
nuevamente la
muerte bárbara
del indefenso
animalito que
corría y saltaba
por el
escenario.
En el primer
instante, el
perro invistió
contra la
liebre. Pero, al
contrario de
morderla, le dio
con la pata y
ella cayó.
Después ella se
irguió y los dos
se pusieron a
jugar. Para
sorpresa de
todos, el perro
y la liebre se
quedaron a
demostrar
tranquila
convivencia,
saltando de un
lado a otro del
escenario, como
dos excelentes
amigos.
Licurgo entonces
habló:
- Señores,
ustedes acaban
de asistir a una
demostración de
lo que puede la
educación. Ambas
las liebres son
hijas de la
misma matriz,
fueron
alimentadas
igualmente y
recibieron los
mismos cuidados,
así como los
perros. La
diferencia entre
los primeros y
los segundos es,
simplemente, la
educación. El
primer perro
fuera educado
para matar.
Y prosiguió su
discurso
diciendo de las
excelencias del
proceso
educativo y
reafirmando que
la educación,
basada en una
concepción
exacta de la
vida, puede
transformar la
faz del mundo.
Haciendo
nuestras las
palabras del
gran orador,
también diremos:
- Eduquemos
nuestros hijos,
esclarezcamos su
inteligencia,
pero, antes de
todo, hablemos a
su corazón,
enseñándolos a
despojarse de
sus
imperfecciones.
Nos acordemos de
que la sabiduría
por excelencia
consiste en que
nos tornemos
mejores y que
nuestro destino,
feliz o infeliz,
dependerá
solamente de
eso.
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