Existió cierta vez en un
país muy distante, un
hombre que vivía siempre
muy infeliz y disgustado
de la vida que llevaba.
Todo servicio era pesado
y desagradable. No había
tarea que desease
realizar y cualquier
pequeño servicio que se
le ordenase era hecho de
mala gana.
Vivía renegando por los
rincones y acabó por
volverse una compañía
indeseable hasta al lado
de los otros siervos de
la casa.
|
|
Si el patrón lo mandaba
lavar y tratar a los
caballos, se quejaba que
el olor de los animales
le causaba malestar. Si
la tarea solicitada era
ir hasta la ciudad a
comprar mantenimientos,
alegaba que el sol le
daba problemas y que era
siempre él para hacer el
servicio pesado. Si él
era mandado a recoger el
rebaño en el pasto al
anochecer, alegaba que
el sereno era malo para
su salud delicada.
En fin, cualquier tarea
que le fuese conferida
era ejecutada de mal
humor y mucha mala
voluntad, aunque tuviese
el cuerpo sano y los
brazos fuertes.
Cierto día, él y otro
siervo fueron mandados a
la ciudad para hacer un
servicio y, como no
podía dejar de ser, él
iba quejándose de la
vida para el compañero
que lo escuchaba con
paciencia infinita.
- Pues es como te digo.
Todo servicio
desagradable es para mí.
Hago siempre las
obligaciones más pesadas
y, si no bastase eso,
vivo con problemas de
salud y dolores en todo
el cuerpo. ¡Ya no
aguanto más!
El otro, con delicadeza
replicaba, convencido:
- No es así eso, amigo
mío. Todos nosotros
trabajamos bastante, es
verdad. Pero somos
recompensados, pues el
patrón es bueno y
generoso. No podemos
quejarnos de la suerte.
Más allá de eso, todo
servicio es bendición de
Dios.
- ¡Que nada! Somos
tratados como animales y
trabajamos como un burro
de carga para ganar una
miseria.
¡Ah! ¡Como me gustaría
tener una vida
diferente, de no
necesitar trabajar!
Y avistando en el
camino, más adelante, un
hombre sentado bajo un
árbol, frente a un
pequeño portal que daba
acceso a una casa simple
pero que exhalaba
limpieza, lo apuntó en
cuanto hablaba:
- Mira aquel hombre allí
calmadamente sentado a
la vera del camino. Su
fisonomía serena muestra
que no debe tener
problemas. Y, para estar
sentado a esa hora del
día, es señal de que no
trabaja. ¡Eso si que es
vida!
Se aproximaron. El
hombre los miraba con
tranquilidad.
Como aun estuviese un
poco frío, tenía una
manta bastante usada,
pero limpia, que lo
cubría hasta la cintura.
Entablaron conversación,
y el siervo infeliz le
preguntó curioso:
- Dígame, buen hombre,
¿qué hace en la vida?
¡Con seguridad no debe
trabajar! ¡Ah, como lo
envidio!
El extraño lo miró
serenamente y respondió:
|
- Es verdad. No trabajo
más como antiguamente
porque no puedo.
Toda mi vida fue un
hombre trabajador.
Llegaba todas las noches
a la casa exhausto, pero
feliz, porque cumplía
bien mis obligaciones.
Un día, sin embrago,
conducía una carroza
rumbo al poblado
cuando
sufrí un
accidente. Los
|
caballos se
asustaron y la
carroza se
desorganizó.
Intentando detener a
los animales, que
salieron en un
galope desenfrenado,
salté sobre los
caballos y quedé
entre ellos,
cogiéndolos con mis
fuertes puños. El
madero, sin embargo,
se partió, y yo
perdí el equilibrio,
cayendo entre las
patas de los
animales. Quedé muy
herido, no obstante
con la bendición de
Dios, estoy aun
vivo. |
Y, haciendo una pausa,
retiró la manta sobre
las piernas,
concluyendo:
- Me quedé sin mis
piernas, pero no lo
lamento. Aun puedo hacer
muchas cosas,
muchachotes. Tengo aun
los brazos fuertes, los
dedos ágiles y la cabeza
lúcida. Les dijo que no
ejecutaba más el
servicio antiguo…
Y, apuntando con la
mano, mostró un
muchachito sonriente que
se aproximaba trayendo
un fardo de hojas.
- Ahora hago cestas para
vender. Mi hijo me ayuda
y hemos conseguido
sobrevivir con esta
actividad.
Y elevando la frente
para lo alto, habló con
los ojos húmedos de
lágrimas:
|
|
- ¡Dios es muy bueno!
Tengo una familia
amorosa, no me falta
trabajo y estoy vivo con
la gracia de Dios. Como
pueden ver, tengo todo
lo que necesito para ser
feliz.
El siervo descontento
bajó la cabeza,
avergonzado por la
lección que recibió.
Conmovido, salió de allí
meditando en todas las
dádivas que Dios le dio
y que nunca supo
aprovechar y agradecer.
Desde ese día en
adelante se volvió otro
hombre. Con buen ánimo y
alegría realizaba todas
las tareas, recordando
siempre de agradecer a
dios las oportunidades
que le concedió en la
vida.
Tía Célia