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Cierta vez una raposa de
lindo rabo peludo y de
una elegante nariz
puntiaguda, aprovechando
la noche que había
llegado despacito, entró
en un gallinero.
Se hizo un gran tumulto.
Las aves corrían
asustadas, chocando unas
con las otras y
cacareando de miedo.
Satisfecha con la
confusión que se
estableció entre las
gallinas, la raposa
corría de un lado para
otro, arrancándoles las
plumas y divirtiéndose
mucho. Hasta
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que notó que una
gallina
continuaba en el
mismo lugar.
Paró el juego y
se aproximó,
curiosa.
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La gallina, con las alas
abiertas, estremecida,
protegía su nido donde
siete pollitos, acababan
de salir de la cáscara
del huevo, piando. Al
ver que la raposa se
acercaba, temblando de
pavor, la pobre madre
suplicó:
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- Por favor, doña
Raposa, no destruya mi
familia que amo tanto.
Si quiere puede comerme
a mí, pero no maté a mis
hijitos y Dios la
recompensará por su
generosidad.
¡Ellos nada le hicieron!
Son pobres criaturas
indefensas. ¡Tenga
|
piedad!
Oyendo la suplica de la
madrecita afligida, la
pequeña raposa se apenó
y se fue del gallinero,
para gran sorpresa de
las aves que respiraron
aliviadas.
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Algún tiempo después, la
raposa, ya crecida fue
bendecida con dos lindas
rapositas, que eran su
mayor tesoro.
Cierto día notó, en las
inmediaciones de su
refugio, un perro
adiestrado en la caza de
las raposas, y procuró
proteger a sus hijitos
de la mejor manera
posible.
Sin embargo el perro,
que poseía un olfato muy
delicado, encontró el
escondrijo. Impidiendo
que ellas huyeran,
mostrando los dientes,
gruñendo de la mejor
manera posible.
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En ese instante la
raposa se acordó de la
vez en que entró en el
gallinero y de las
palabras de la gallina.
Estremeciéndose de miedo
ella tartamudeó:
- ¿Tú tienes hijos?
Sorprendido, el perro
paró y respondió:
- Tengo.
Sintiendo valor, la
raposa continuó:
- Entonces sabe lo que
estoy sintiendo. Por
piedad no mates a mis
hijas que son todo lo
que tengo. ¿Y si esto
estuviese ocurriendo con
tu familia? Perdónanos y
Dios te recompensará por
tu generosidad.
El valiente perro de
caza pensó… pensó… y
pensó que la raposa
tenía razón. Lleno de
piedad, se fue sin
molestarlas.
La raposa abrazó a las
hijas con amor,
agradeciendo a Dios la
ayuda y reconociendo el
valor de la lección que
manda a hacer al prójimo
aquello que queremos que
los otros nos hagan.
Como en aquel día en que
ella había ayudado a una
pobre gallina
desesperada que
suplicaba por la vida de
sus pollitos, ahora a su
vez, en un momento de
peligro, había recibido
la misma ayuda de un
perro de caza, que se
apiadó de su situación
de madre, que defendía a
sus hijitos.
Tía Célia
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