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En un jardín muy bonito
y florido, vivía una
oruga que se llamaba
Filomena.
A ella le gustaba pasear
por las plantas y
alimentarse de hojas
verdes.
Cierto día, durante un
paseo, encontró una
hormiguita con la pata
herida. Compadecida,
hizo una cura en la pata
de la hormiga y la ayudó
a volver para su casa,
el hormiguero.
Tinina, la hormiga,
quedó muy agradecida.
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Algunos días después,
Filomena salió a dar una
vuelta. Anduvo… anduvo…
anduvo… y cuando quiso
volver para
casa, no lo
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consiguió:
estaba perdida. |
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Sin notarlo, Filomena
había salido del jardín
y ahora no sabía qué
hacer. Para empeorar su
situación, cayó de una
gran piedra resbaladiza
y quedó extendida en el
suelo, con las patitas
para arriba, sin
conseguir levantarse.
Filomena quedó muchas
horas al sol caliente,
sin agua y sin alimento.
Comenzó a sentirse
enferma y débil, incapaz
de andar.
El lugar era árido. Sólo
tenía arena y piedras, y
nadie aparecía para
socorrerla.
Las horas fueron pasando
y ella fue quedándose
cada vez más preocupada.
Ya hacía un día entero
que Filomena estaba
estirada en el suelo,
cuando oyó un ruido.
Decidió gritar socorro.
Tinita estaba cerca y
escuchó gemidos:
- ¡Ay, ui, ay!
¡Socorro!...
La hormiga se aproximó
al lugar de donde partía
la voz y cual no fue su
sorpresa cuando vio a la
oruga:
- ¡Doña Filomena! ¿Qué
ocurrió?
La pobre oruga,
reconociendo a la
hormiguita que ayudó, le
habló conmovida:
- ¡Ah, Tinita! ¡Fue Dios
quien la mandó! Estoy
aquí hace horas sin
nadie para que me
socorra.
¡La hormiga deseaba
hacer alguna cosa para
ayudar, pero era tan
flaquita!
Tuvo una idea.
Fue hasta el hormiguero
a llamar a sus hermanas.
Así, trajeron una bonita
hoja verde y tierna para
que Doña Filomena
comiera y agua para
matarle la sed. Después,
las hormigas curaron sus
heridas.
Cuando la oruga ya
estaba mejor, la
llevaron para la casa.
Doña Filomena dijo:
- Ni sé cómo agradecer
el auxilio de ustedes,
principalmente de
Tinita, que fue tan
buena conmigo.
- No necesitas
agradecernos, Doña
Filomena. Sólo hice mi
obligación, retribuyendo
el bien que la señora me
hizo.
Y, desde ese día en
adelante, se volvieron
grandes amigas.
Así también ocurre en
nuestras vidas. Todo el
bien que hiciéramos
revertirá en nuestro
propio beneficio. Cada
uno de nosotros cogerá
exactamente aquello que
hubiera plantado.
Por eso Jesús,
sabiamente, enseñó que
debemos hacer a los
otros lo que queremos
que los otros nos hagan.
Tía Célia
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