Laurita, aunque contase
apenas ocho años de
edad, tenía un corazón
generoso y muy deseoso
de ayudar a las otras
personas.
 |
Cierto día, en el aula
de Evangelización
Infantil que
frecuentaba, hubo oído a
la profesora, explicando
el mensaje de Jesús,
hablaba de la
importancia de hacer
caridad, y Laurita se
puso a pensar en qué
ella, aún tan pequeña,
podría hacer de bueno
para alguien.
Pensó... pensó... y
decidió:
- ¡Ya sé! Voy a dar
dinero a algún
necesitado.
|
Satisfecha con su
decisión, buscó entre
las cosas de su madre y
encontró una bonita
moneda. |
Viendo a Laurita con
dinero en la mano y
encaminándose para la
puerta de la calle, la
madre quiso saber adónde
iba ella. Contenta por
estar intentando hacer
una buena acción, la
niña respondió:
- ¡Voy a dar este dinero
a un mendigo!
La madre, con todo,
consideró:
– ¡Hija mía, esta moneda
es mía y tú no puedes
darla a nadie porque no
te pertenece!
Sin gracia, la niña
devolvió la moneda a la
madre y fue para la
sala, pensando...
- Bien, si no puedo dar
dinero, ¿qué podré dar?
Meditando, miró
distraída para el
estante de los libros y
una idea surgió:
- ¡Ya sé! La profesora
siempre dice que el
libro es un tesoro y que
trae muchos beneficios
para quien lo lee.
Eufórica por haberlo
decidido, cogió en el
estante un libro que le
pareció interesante, y
ya iba saliendo de la
sala cuando el padre,
que leía el periódico
acomodado en la butaca
preferida, la interrogó:
- ¿Qué vas a hacer con
ese libro, hija mía?
Laurita infló el pecho e
informó:
- ¡Voy a darlo a
alguien!
Con serenidad, el padre
cogió el libro de la
hija, afirmando:
- Este libro no es tuyo,
Laurita. Es mío, y tú no
puedes darlo a nadie.
Tremendamente
decepcionada, Laurita
decidió dar una vuelta,
estaba triste, sus
intentos para hacer la
caridad no habían tenido
buen éxito y, caminando
por la calle, contenía
las lágrimas que se
obstinaban en caer.
- ¡No es justo! –
replicaba. - ¡Quiero
hacer el bien y mis
padres no me dejan!
En eso, ella vio una
compañera de la escuela
sentada en un banco de
la placita. La niña
parecía tan triste y
desanimada que Laurita
olvidó el problema que
tanto la afligía.
Aproximándose, pregunto
amable:
- ¿Qué es lo tienes,
Raquel?
La otra, levantando la
cabeza y viendo a
Laurita a su lado, se
desahogó:
– Estoy molesta,
Laurita, porque mis
notas son malas. No
consigo aprender a hacer
cuentas de dividir, no
sé las tablas y he ido
muy mal en las pruebas
de matemática. De ese
modo, voy a acabar
perdiendo el año. Ya no
bastan las dificultades
que tenemos en casa,
ahora mis padres van a
quedarse preocupados
conmigo también.
Laurita respiró,
aliviada:
– Ah! Bueno, si fuera
por eso, no necesitas
quedarte triste. En
cuanto a los otros
problemas, no sé. Pero,
en relación a las
matemáticas, felizmente,
no tengo dificultades y
puedo ayudarte. Vamos
hasta tu casa e
intentaré enseñarte lo
que sé.
Más animada, Raquel
condujo a Laurita hasta
su casa, situada en un
barrio distante y pobre.
Quedaron toda la tarde
estudiando.
Cuando terminaron
satisfecha, Raquel no
sabía como agradecérselo
a la amiga.
|
 |
– Laurita, yo aprendí
muy bien lo que tú me
enseñaste. No imaginas
como fue bueno haberte
encontrado en aquella
hora y el bien que tú me
hiciste hoy. Confieso
que no tenía gran
simpatía por ti. Te
encontraba orgullosa,
reservada, y veo que no
es nada de eso. Eres muy
buena y una gran amiga.
Vale. |
Sintiendo gran sensación
de bienestar, Laurita
comprendió la alegría de
hacer el bien. Cuando
menos esperaba, sin dar
nada material, percibía
que realmente había
ayudado alguien.
Se despidieron,
prometiéndose mutuamente
continuar estudiando
juntas.
Volviendo para la casa,
Laurita contó a la madre
lo que hizo, comentando:
– La casa de Raquel es
muy pobre, mamá; creo
que están necesitando de
ayuda. Me gustaría poder
hacer alguna cosa por
ella. ¿Puedo darle
algunas ropas que no me
sirven más? – preguntó,
algo temerosa,
acordándose de las
“broncas” que hubo
tenido algunas horas
antes.
La señora abrazó a la
hija, satisfecha:
– Estoy muy orgullosa de
ti, Laurita. Actuaste
verdaderamente como
cristiana, enseñando lo
que sabías. En cuanto a
la ropa, son “tuyas” y
podrás hacer con ellas
lo que creas mejor.
Laurita abrió los ojos,
sonriendo feliz y, al
final, comprendiendo el
sentido de la caridad.
– Es verdad, mamá. ¡Son
mías! Mañana aún la
llevaré para Raquel. Y
también algunos zapatos,
un par de tenis y unos
libros de historias que
ya leí.
Tía Célia
|