Cierta vez, hace mucho
tiempo, un joven de
buenos sentimientos y
corazón generoso, vivía
atormentado sin saber
cómo obrar en
determinadas
circunstancias.
Ese joven tenía amigos
cuyas actitudes no eran
las más correctas. Aun,
él reconocía en ellos
otras cualidades que los
hacían digno de aprecio.
Cerca de su casa,
existían mujeres con las
cuales él convivía, y
que el pueblo afirmaba
que eran personas de
vida disoluta,
merecedoras de maldición
y desprecio. Sin
embargo, cierta ocasión
cuando enfermó y hubo
necesitado de socorro,
ellas lo habían atendido
con dedicación y
devoción, trayéndole
alimentación y
medicamentos, y cuidando
de él hasta que estuvo
curado y listo para
volver al trabajo.
Había un hombre que
afirmaban que era un
bandido de la peor
especie, habiendo
cometido varios crímenes
y siendo buscado por la
policía. Pero, el joven
lo había conocido en el
mercado, y había hablado
con él, identificando en
él sólo a un infeliz
que, por mucho sufrir,
hubo acabado
extraviándose.
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Sin saber cómo obrar,
encontrando a un
anciano, tenido por
sabio, se aproximó a él
y le preguntó:
— Dígame, mi buen
hombre, ¿cómo proceder
en relación a la
personas de mala vida?
La sociedad nos pide una
postura de alejamiento,
de desprecio y de
indiferencia, para que
no nos hagamos como
ellas, copiándoles el
comportamiento erróneo.
¿Qué me dice acerca de
eso?
El anciano alisó las
largas barbas blancas,
pensó por algunos
instantes,
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después le
preguntó: |
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- Mí joven, ¿acaso ya
observó el pantano,
cubierto de impurezas?
- ¡Sí! El fango nos
obliga al alejamiento
para no contaminarnos
con la suciedad que allí
impera.
El anciano se calló,
pensativo, después
volvió:
— Mi joven, en ese mismo
pantano donde la
inmundicia reina, un
rayo de luz que
desciende de lo alto
expulsando las
tinieblas, toca el fango
sin contaminarse. Le
ayuda, le calienta, lo
seca, y se aleja puro y
luminoso como llegó.
El joven sonrió,
entendiendo la elevada
enseñanza. Comprendió
que la suciedad está en
quién la carga. Que
podemos aproximarnos a
las personas, ayudar,
convivir, sin dejarnos
envolver por sus
actitudes negativas.
El viejo sabio, con los
ojos perdidos en la
distancia, completó:
— ¿Pues no era
exactamente así que el
Maestro de Nazaret
actuaba en relación a
los que lo buscaban,
enseñándonos a hacer lo
mismo? Jesús hizo de
todos los despreciados
por la sociedad,
mendigos, enfermos,
prostitutas, sufridores,
sus predilectos,
afirmando que no son los
que gozan de salud que
necesitan de médico,
sino los enfermos.
El joven respiró hondo,
levantó los ojos para el
cielo, sintiéndose
extrañamente feliz y
reforzado. Aquella
respuesta era todo lo
que él necesitaba oír.
Se levantó, dio las
gracias al anciano y
partió, llevando en su
interior la convicción
de estar actuando
correctamente.
Y desde ese día en
delante, aún con más
cariño, se dedicó a los
desafortunados de la
suerte, haciendo por
ellos todo lo que estaba
a su alcance. (Mensaje
de León Tolstoi,
psicografiada por Célia
Xavier Camargo el 30 de
julio de 2009.)
Tía Célia
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