Jandira, una niña de
ocho años de edad, desde
muy pequeña se había
acostumbrado a pasar por
toda suerte de
privaciones.
No hubo conocido al
padre, y la madre la
había abandonado cuando
tenía poco más de cuatro
años.
Una vecina, apiadándose
de ella, la llevó para
casa. Pero la vecina
tenía muchos hijos e
inmediatamente Jandira
percibió que no podría
vivir allí, que no era
bienvenida.
Con cinco años salió de
la casa que la había
acogido, cansada de
trabajar, y fue para la
calle, acompañando a
unos niños que conoció y
que tampoco tenían
familia. Así, Jandira
fue a vivir con los
nuevos amigos en una
cabaña abandonada.
Aprendió a pedir
limosnas para poder
sobrevivir. Comía de lo
que le daban. A pesar de
todas las dificultades
de su corta vida,
Jandira jamás fue una
niña rebelde. Tenía el
corazón amoroso y bueno,
y todos la estimaban.
Creía en Dios y tenía
certeza de que Él no la
dejaría desamparada,
conforme oyó a alguien
enseñar cierta vez.
 |
Cierto día, mientras
pedía limosna en la
ciudad, Jandira vio
aproximarse a un hombre
de aspecto distinguido,
muy bien vestido.
– ¡Por caridad, una
limosna! – pidió.
Oyendo la voz de la
niña, Manoel miró y vio
una niña de rostro
sucio, ropas rasgadas,
que el miraba con
grandes ojos vivos y
confiados. Como andaba
con prisa, dio una
moneda sin detenerse.
Al día siguiente,
encontró a la chica en
el mismo lugar. Ella
sonrió y extendió la
manita pidiendo una
limosna. Nuevamente
Manoel dio una moneda,
contra sus hábitos, y
oyó el agradecimiento de
la niña.
|
– Que Dios lo bendiga y
que nunca le falte nada.
Impresionado, siguió
adelante con pasos
rápidos, pero no
consiguió olvidar el
rostro de la chica
durante todo el día.
A la mañana siguiente,
allá estaba ella en el
mismo lugar. La niña se
aproximó a él con una
florecita en la mano,
sonriente.
– Es suya. La traje para
el señor.
|
 |
Sorprendido, Manoel
sintió necesidad de
parar para charlar. |
– ¿Como te llamas? –
preguntó.
– Jandira.
– ¿Cuántos años tiene,
Jandira?
– Creo que tengo ocho o
nueve años, señor. No sé
con seguridad.
– ¿Nos vas a la escuela?
– indagó él.
– No. Nunca pude
estudiar, a pesar de
tener mucha voluntad de
aprender a leer y a
escribir.
– ¿Dónde vives tú,
Jandira? – preguntó,
impresionado.
– En un barraca, con
otros niños.
– ¿Por qué? ¿No tienes
familia?
– Mi madre se fue cuando
yo era muy pequeña.
Tengo sólo padre.
– ¿Cómo se llama tu
padre? – quiso saber él.
La niña respondió con
seriedad.
– Dios.
– ¿Dios? ¿Este es el
nombre de tu padre? – él
preguntó, pensando no
haber entendido bien.
– Sí. ¿Dios no es el
Padre de todo el mundo?
– respondió ella con
simplicidad.
– ¡Ah! Es verdad.
– Entonces, Él no deja
que me falte nada. Tengo
todo lo que necesito. Un
techo para abrigarme de
la lluvia y del frío,
tomo un baño en una
fuente y, cuando siento
hambre, pido una
limosna y gano dinero
para comprar algo que
comer. A veces gano
comida y no preciso
pedir limosnas, y aún
puedo repartir con los
otros lo que recibo.
Sensibilizado, Manoel
preguntó:
– ¿Qué es lo que más te
gustaría tener, Jandira?
– Nada. Yo no preciso de
nada.
– Di. Me gustaría poder
ayudarte – insistió
Manoel.
La niña pensó un poco y,
con los ojos rasos de
lágrimas, respondió en
voz baja:
– Me gustaría tener una
familia de verdad.
Manoel sintió una
presión en el corazón y
las lágrimas afloraron a
sus ojos. Se sentía
culpable. Era rico,
tenía todo. Una casa
grande, empleo bueno y
no tenía hijos. Vivía
sólo con la esposa y
nunca había pensado en
ayudar a nadie. ¡Y
aquella niña pedía tan
poco de la vida!
Tomó una resolución. Su
esposa siempre había
querido hijos e le
gustaría.
Miró a la niña a su
frente, y dijo:
– Ahora todo va a ser
diferente, Jandira.
Dios, a pesar de darte
todo, como tú afirmaste,
me encargó de ser tu
padre aquí en la Tierra.
¿Aceptas? Además de un
padre, tendrás también
una madre.
Sin poder creer en
tamaña felicidad,
Jandira saltó a los
brazos de Manoel, llena
de alegría.
– ¿Dios lo mandó?
¡Acepto! Yo sabía que él
no dejaría de atender a
mis plegarias. Antes de
dormir – explicó –
siempre pedía al Padre
del Cielo que me diese
un padre de verdad aquí
en la Tierra.
En ese momento, Jandira
se acordó de los
compañeros:
– ¡Ah!... ¿Y mis amigos?
¡No puedo abandonarlos!
– No vas a abandonarlos,
Jandira. Como mi hija,
tendrás oportunidad de
ayudarlos. Tengo dinero.
Arreglaremos una casa de
verdad, alguien que
cuide de ellos y tendrán
tiempo de estudiar para
ser más tarde criaturas
dignas y útiles a la
sociedad.
La niña tocaba las
palmas de alegría.
– ¡Qué bueno! ¡Qué
bueno!
Enseguida miró a Manoel
con mucho cariño y,
cogiéndose a la mano de
él, preguntó:
– ¿Puedo llamarte papá?
Tía Célia
|