Un hombre bondadoso,
lleno de fe, un día
decidió alejarse del
mundo para meditar sobre
la finalidad de la vida.
Quería servir a Dios y
no sabía cómo.
Deseando obtener la
respuesta para sus
dudas, a pesar de la
protesta de la esposa y
de los hijos, abandonó
casa y familia, saliendo
a peregrinar.
Caminando sin rumbo, sus
pasos lo condujeron a
una montaña que veía a
lo lejos. decidió subir,
pues allá, muy a lo
alto, creía que estaría
más cerca de Dios.
Encontró una cueva y
allí permaneció
protegido del viento y
del frío, de la lluvia y
de los animales
salvajes. Entre
plegarias y meditaciones
pasaba los días, pero la
respuesta de Dios no
venía.
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Contemplando el paisaje
que se desvelaba delante
de sus ojos, la belleza
de la Creación, donde
todo funcionaba en la
más perfecta orden,
entendió que en la
Naturaleza debería
encontrar la respuesta
para sus
cuestionamientos.
Se aproximó a la fuente
cristalina que le
mitigaba la sed y habló:
— Mi amiga fuente, tú
eres feliz. Encontraste
la finalidad de tu
existencia, corriendo
entre las piedras, sin
parar, y ayudando a
todos los que te buscan
para matar la sede.
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Más adelante observó un
gran árbol, en cuya
sombra se acomodó, y
entendió que ella
también ejercía la tarea
para la cual fuera
creada. |
Con cariño, abrazó el
tronco robusto y dijo:
— Amigo árbol, tú eres
feliz, pues entendiste
la razón de tú vida,
dando frutos sabrosos,
sombra fresca y
protegiendo bajo tu copa
a los animales y pájaros
que te buscan.
Mirando para el suelo,
analizó el trabajo de
las pequeñas hormigas
que, con gran esfuerzo,
cargaban alimento para
el hormiguero, sirviendo
a sus compañeras.
Bajándose, murmuró con
afecto:
— Vosotras también, mis
amiguitas, ejecutáis
vuestras tareas.
Y así, observando todo
lo que existía a su
alrededor, el Ermitaño
pensaba:
— Todo tiene una
finalidad en la vida y
todos actúan de acuerdo
con sus condiciones. ¿Y
yo, Señor? ¿Qué debo
hacer? ¡Me muestras un
camino!
Cierto día, el buen
hombre estaba entregado
a sus oraciones cuando
oyó un gemido.
Irguiéndose rápido y
envolviéndose en la mata
para descubrir de donde
venían los gemidos.
Encontró a un pobre
hombre que había caído
en un barranco, quedando
muy golpeado. Sin
poderse mover, febril,
deliraba.
El Ermitaño descendió
del barranco, y, con
tremendo esfuerzo,
consiguió retirarlo de
aquel lugar. Él estaba
bastante herido y
debería haber quedado
mucho tiempo allí, sin
socorro.
Lleno de compasión,
colocó al herido en la
espalda y lo llevó hasta
su refugio. Lo acomodó
en medio de la paja con
cariño. Le dio agua y
verificó el estado de su
pierna. La herida
sangraba mucho. Hizo
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una cura con
hierbas que
cogió allí
cerca. Después,
le dio de beber
un té, hecho con
una planta
curativa,
también recogida
del bosque, para
disminuirle el
dolor. |
En pocos días el hombre
estaba con otro aspecto.
Se alimentaba y
conversaba con el
Ermitaño, que
consideraba su salvador.
— Ni sé como
agradecerle. Fue Dios
que lo envió. Si no
fuera por usted,
ciertamente yo habría
muerto. Usted salvó mi
vida — dijo, emocionado.
Al oír esas palabras, el
Ermitaño se acordó de la
familia que había
quedado desamparada y
pensó: “¿Y si fuera un
hijo mío que estuviera
herido, necesitando de
socorro?”
Y, en aquel momento, el
Ermitaño entendió que la
finalidad de su
existencia era ayudar al
prójimo necesitado,
usando de sus
potencialidades y
conocimientos. Que Dios
no deseaba que quedara
aislado, entregado a
oraciones, cuando tanta
gente necesitaba de él,
inclusive su familia,
que él había abandonado
para peregrinar.
Así, el Ermitaño
descendió la montaña
volviendo para su hogar,
asumiendo sus
responsabilidades como
jefe de familia, y, muy
satisfecho de la vida,
pasó a socorrer a todos
los necesitados que
encontraba.
Nota:
Este cuento es de
autoría del Espíritu de
León Tolstoi,
psicografía de Célia
Xavier Camargo.
Tía Célia
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