En cierta plantación de
labranza extensa y
bella, trabajaba un
labrador.
Los campos de trigo se extendían perdiéndose la vista.
Las lluvias, cayendo en
la época apropiada,
anunciaban una bella
cosecha. Y el agricultor
miraba los campos verdes
con la satisfacción muy
justa de quien ve sus
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esfuerzos
coronados de
éxito. |
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No obstante, confiado en
el resultado de la
cosecha, el dueño de las
tierras pensó que no
necesitaba estar más
tiempo atendiendo a los
cuidados con la
plantación.
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Soñando alto, pasó a
levantarse tarde,
descuidado, analizando
la vida que llevaba y
deseoso de un mayor
bienestar, entró en
ilusiones para gastar
los recursos que le
vendrían con la cosecha
abundante, adquiriendo
un coche nuevo, una
televisión y una nevera.
De ese modo, con toda la
comodidad, se quedaba en
casa o salía a pasear
con la familia
exhibiendo el nuevo
coche.
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La mujer preocupada, le
decía:
— ¿Hoy tú no vas a
trabajar de nuevo, Juan?
¡Estás muy confiado y
tienes abandonada la
siembra!
— ¡Que no, mujer! Esta vez seremos ricos.
La cosecha será grande y
de
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buena
calidad.
Y así,
pasó el
tiempo,
entre
sueños y
esperanzas. |
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Creyendo que ya estaba
cerca la época de la
cosecha, el agricultor
fue a verificar de cerca
la plantación.
Se llevó un susto.
Aproximándose, notó que
la hierba invadía el
terreno, amenazando
sofocar el trigo.
Recorriendo la
plantación, y tomando al
azar algún grano, notó
que algo muy serio
estaba ocurriendo: la
plaga invadió toda la
plantación.
Desesperado, notó que
sólo una pequeña parte
de la cosecha se
salvaría. Lo suficiente
para pagar algunas
cuentas; otras, él las
debería.
Arrepentido, Juan lloró
mucho, reconociendo que,
por su propia culpa,
perdería la oportunidad
que Dios le concediera.
Bastaría que hubiese
estado más dedicado y
atento, y habría notado
en su tiempo la plaga,
destruyéndola. Con un
poco de atención y
trabajo, habría impedido
que las hierbas dañinas
invadiesen la
plantación.
Llegando a su casa,
triste y decepcionado,
Juan contó a su esposa
lo que ocurrió. Ella
suspiró profundamente,
mirándolo llena de
compasión, y afirmó:
— Así, Juan, en la vida
tenemos que saber
valorar las
oportunidades que el
Señor nos concedió,
ejecutando nuestra parte
de la tarea. Las
condiciones que Dios nos
proporcionó fueron
excelentes: humedad del
suelo, con lluvia
abundante en la época
adecuada; luminosidad y
calor del sol para
crecer y madurar los
granos, es tierra
fértil. Sólo faltaron,
así, los cuidados del
labrador atento.
Viéndolo, sin embargo,
entregado a un profundo
desaliento, lo animó:
— No obstante, no te
desanimes. Guarda la
experiencia en el fondo
del corazón y prepárate.
Dios, que es un Padre
amoroso y bueno, sabrá
darte otras
oportunidades. En la
próxima siembra, ¿quién
sabe si todo será
diferente?
Más aliviado, Juan
irguió la cabeza y una
sonrisa tímida surgió en
su rostro, mientras en
sus ojos brillaba una
nueva esperanza.
Tía Célia
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