Había cierta vez, en un
país muy distante, un
Señor, dueño de
incontables haberes y de
muchos siervos.
Aunque fuese
extremadamente rico, ese
hombre poseía un corazón
tierno y generoso.
Trataba a todos con
gentileza y sus
subordinados lo amaban,
pues dispensaba a los
criados respeto y
consideración.
Era exigente en el
trabajo, pero cuando era
necesario reprender a un
siervo que cometiera
algún fallo, lo hacía
siempre con bondad,
dejando al infractor
avergonzado de la
actitud que tomó.
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Ese Señor poseía un
empleado que nunca
estaba contento con
nada. Contratado como
criado de ayuda de su
amo, debía ayudarlo en
las más mínimas cosas,
preparándole el baño,
escogiendo la ropa que
iba a vestir, además de
peinarlo y adornarlo.
Era un cargo muy
disputado en el
castillo, porque gozaría
su ocupante de la
privacidad del Señor,
ayudándolo en todo lo
que fuese necesario.
Pero el siervo comenzó a
protestar de tener
siempre que obedecer las
órdenes y de no tener
sosiego. Y tanto
protestó que el Señor lo
dispensó de sus
cuidados, recomendando que fuese colocado en el servicio de
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servidor de
mesa. |
El cargo de servidor de
mesa también era muy
disputado por los
criados, pues deberían
servir la mesa del Señor
y sus invitados,
transportando
orgullosamente para la
sala los manjares
apetitosos y bien
adornados que los
cocineros
confeccionaban.
Pero también en esa
actividad, no se le dio
bien, protestando del
peso de los platos y
bandejas, de la grasa
que muchas veces le
ensuciaba las ropas y
especialmente de ser
obligado a soportar las
conversaciones de los
compañeros de trabajo.
Después de algún tiempo,
fue colocado en el
servicio de limpieza.
Debería ocuparse de la
faena general, barriendo
el suelo, lavando y
lustrando los muebles,
lavando las escaleras y
ventanas. Con la escoba
y el balde en la mano,
el siervo no se cansaba
de protestar de sus
ocupaciones,
considerándolas cansadas
en exceso.
Ya sin tener donde
colocar al siervo, el
Señor, con infinita
paciencia, pensó… pensó…
y, después de mucho
pensar decidió,
satisfecho por haber
encontrado la solución:
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- Creo haber ahora
encontrado la ocupación
que te sirve. No tendrás
que obedecer las
órdenes, vivirás en el
silencio que tanto
aprecias y no tendrás
que vivir limpiando y
lustrando nada. Así.
¡Pienso que allí a ti se
te dará bien!
Y el Señor, sin
titubear, envió al
siervo al servicio en
las cuadras. Y allá,
entre los animales, en
medio de la suciedad, el
empleado que se reveló
inútil miraba a los
otros siervos que
trabajaban en el
castillo, felices y
satisfechos,
reconociendo tardíamente
todas las oportunidades
que perdió.
También así ocurre con
nosotros en la vida.
Dios, nuestro Padre, nos
da todas las
oportunidades y las
condiciones necesarias
para nuestro
perfeccionamiento. Sin
embargo, como el siervo
descontento, muchas
veces no sabemos
aprovechar las
bendiciones que Él nos
ofrece.
Es preciso saber
agradecer a Dios,
reconociendo siempre que
Él sabe mejor lo que
conviene a nuestro
espíritu.
Tía Célia
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