Los fenómenos
espíritas
constituyen, sin
discusión, un
poderoso
instrumento de
conversión de
los incrédulos,
sobre todo
cuando son
demostradas sus
causas y
finalidades.
Por eso es por
lo que el
Espiritismo, en
la expresión de
Allan Kardec,
“viene en apoyo
de la religión”,
al mostrar y
explicar ciertos
hechos que,
aunque nada
teniendo de
milagrosos, ni
por eso son
menos
extraordinarios.
Ahí se cuentan
las apariciones,
los fenómenos de
movimiento de objetos,
la levitación,
la bicorporeidad,
la psicografía y
tantos otros
hechos que
pasaron, a lo
largo de la
historia, por
prodigios y, sin
embargo, hablan
respecto tan
solamente a la
acción de los
Espíritus sobre
nuestro mundo.
La vida es
compleja; nadie
lo ignora. No
existe una sólo
persona que
encuentre en la
Tierra sólo
flores y
sonrisas. El
dolor visita
todos los
hogares, y la
muerte, cuando
menos se espera,
viene a cortar
en nuestro
medio, llevando
consigo a los
seres amados y
dejando, a su
paso, un rastro
de dolor y de
nostalgias.
El misterio de
la vida no
recibió hasta
hoy, sea de la
ciencia, sea de
la filosofía,
una explicación
razonable.
Finalmente,
todas las
conjeturas en
torno a los
objetivos de la
existencia
humana no han
pasado de
especulaciones.
La filosofía
clásica nos
reconoce como
seres
espirituales,
pero nada nos
dice acerca de
nuestro origen y
de nuestro
destino.
Cosa no muy
diversa ocurrió
con la religión.
El fantasma del
infierno y la
utopía del
paraíso pueblan
la imaginación
humana. “Es
preciso sufrir
para subir a los
cielos. Basta
creer para
adentrar al
paraíso. La fe
es la llave que
nos abrirá tal
porta” – he ahí
lo que, en
nombre de la
religión, se ha
enseñado a los
hombres.
Delante de tales
ideas, viene el
Espiritismo, por
la voz de los
hombres
desencarnados, a
decir que somos
Espíritus, sí,
tal como enseña
la filosofía,
con la
diferencia de
que fuimos
creados simple e
ignorantes, con
iguales
posibilidades
para el bien y
para el mal y
teniendo por
meta el progreso
infinito.
No hay infierno
ni existe el
cielo, pues uno
y otro son
estados del
alma.
No es la fe que
nos llevará a la
salvación. Es la
caridad más
desinteresada
que nos
permitirá subir
un escalón de
más en el camino
de la evolución.
Nadie fue puesto
en el mundo para
sufrir. El dolor
es contingencia
natural que
transcurre de
nuestro estado
evolutivo. Es en
medio de la
lucha, de las
vicisitudes, de
las experiencias
de la vida que
el hombre crece
y se agiganta
para alzar
vuelos más
altos.
La finalidad de
la existencia es
el progreso del
ser humano, ya
que, concursando
para la obra
general, los
hombres
igualmente
progresan.
Somos dotados de
libre albedrío.
Podemos
practicar el
mal, tanto como
somos libres
para hacer el
bien. La
elección
únicamente a
nosotros
pertenece, pero
es claro que de
esa opción
resultarán
consecuencias
que no podremos evitar,
como demuestran
incontables
ejemplos
reunidos en las
obras espíritas,
especialmente en
“El Cielo y el
Infierno”, libro
publicado por
Allan Kardec, el
codificador de
la Doctrina
Espírita, en
1865.