Preocupada con sus
quehaceres, la madre
corría de un lado para
otro, apresurada. Estela
era profesora y tenía
que trabajar en una
escuela del barrio tras
el almuerzo. Entonces,
necesitaba correr con el
servicio doméstico de
modo a dejar todo listo.
Movía las sartenes que
estaban en el fuego,
preparando el almuerzo.
Barría la casa y
colocaba todo en orden,
atenta a los más
pequeños detalles de la
limpieza. En ese
momento, Carla, niña de
cinco años de edad, se
aproximó y, empujando el
pliegue de la falda de
la madre, dijo:
— ¿Mamá, vamos a pasear?
— Ahora no es posible,
hijita.
Comenzando a llorar, la
niña golpeó el pie,
exigente:
— ¡Pero yo quiero pasear!
¡Yo quiero!
¡Yo quiero!
La madre, muy atareada,
respondió enfadada:
— Tú eres una niña muy
malcriada. No mereces
pasear. Vete a jugar,
Carla, y déjame hacer el
trabajo. ¡Sino, tendrás
un castigo!
La chica, oyendo las
palabras de la madre,
abrió los ojos y
obedeció, asustada. Con
la cabeza baja, llena de
tristeza, fue para su
cuarto.
Algunos minutos después,
Estela pasó por la
puerta del cuarto de la
hija y decidió entrar,
para ver qué estaba
haciendo. Encontró a
Carla sentada en el
suelo. Con la muñeca
preferida en las manos,
la niña golpeaba el
juguete, con rabia,
diciendo:
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— Tú eres una niña muy
mala, ¿estás oyendo? Muy
mala, sí. A mamá no le
gustas tú. Por eso, no
mereces pasear.
En aquel instante, al
ver la reacción de Carla
con la muñeca, el
tratamiento que estaba
dispensando a su juguete
predilecto, Estela
comprendió como había
actuado mal con la
propia hija, y notó que
la pequeña estaba
transfiriendo para la
muñeca el tratamiento
que recibió de ella, su
madre.
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Afligida, entró en la
habitación, se aproximó,
cogió a la niña en sus
brazos, la colocó de pie
con inmenso cariño.
— Hijita, mamá te ama
mucho a ti, mucho, sí.
Tú eres una niña buena,
querida y afectuosa.
Disculpa a mamá por las
cosas que te dije. A
veces los adultos,
cuando están llenos de
tareas, no saben lo que
dicen. A mamá le
gustaría mucho pasear
contigo, es lo que más
querría hacer en este
momento. Pero,
infelizmente, ahora no
puedo. ¿Tú me entendiste
hija mía?
La niña, que oía
atentamente las palabras
de la madre, respondió:
— Entendí, mamá.
— Bueno. Más tarde,
cuando yo vuelva del
trabajo, vamos a pasear.
Y podemos hasta tomar
aquel helado de
chocolate que a ti te
gusta tanto. ¿Qué tal?
La niña golpeó las
palmas, feliz:
— ¡Que bueno, mamá!
La madrecita extendió
los brazos
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para la hija y
dijo: |
— Entonces dame aquel
abrazo bien apretado.
La niña se acercó más a
la madre y la abrazó
sonriente.
— Mamá, está llegando el
Día de las Madres, y tú
eres quien tendría que
recibir un regalo. Pero
el mejor regalo fue el
mío: ¡tenerte a ti como
mi mamá!
Y Estela quedó muy
orgullosa y feliz, por
poder conservar el amor
de su hija, que no
quería perder.
Tía Célia
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